Llevamos con nosotros a la muerte desde que nacemos, porque la vida no es otra cosa que un irregular camino que conduce allá mismo, camino largo para unos, para otros corto. A veces encontramos lo que buscamos o no lo hallamos nunca, pero para todos es un camino con la desgracia o la felicidad, la riqueza o la pobreza, la fealdad o la belleza, unos con tanto de todo y otros con tan poco de nada o nada…
Solo nos queda seguir. Retroceder es imposible. Vivir es una obligación con sus circunstancias y con todas sus consecuencias. Y ese vivir nos va llevando lenta o rápidamente al momento en que tenemos que dejar este mundo y este cuerpo en los cuales estamos sin saber por qué ni para qué. Tratamos de darle sentido a esta vida, por la “necesidad” de procurar sentido a una existencia sin sentido.
Las religiones, conociendo esa angustia vital de los seres, han buscado dar sentido a lo que en esencia no tiene. Y de allí han nacido la serie de sistemas dogmáticos a los cuales la gente se aferra como el ahogado a la rama que cuelga de la orilla. No importa si será la salvación o no, pero esa ramita es lo único que tiene y nada pierde con agarrarse a ella, “a lo mejor sirva”.
Los cultos funerarios, ligados a las costumbres de cada pueblo y sociedad, representan otra ramita a la cual se aferra la gente para tranquilizarse creyendo que con la muerte no se acaba este camino tortuoso, con frustraciones y realizaciones, con alegrías y tristezas. Pero lo único real es que, con culto funerario o sin él, con sistemas religiosos o no, la vida termina; el ser humano deja de ser y de existir. Eso es todo. Allá nos lleva este camino que comenzó al nacer. Ciertamente que esto es rechazado por muchas personas que no quieren terminar. Y está bien que no lo acepten porque allí reside su efímera tranquilidad. Respeto su posición. (O)