Ciertamente, el domingo pasado, el Ecuador dio un golpe de timón que, si se aprovecha con sabiduría, podría ser histórico. Y en este sentido me permito ser cautelosamente optimista. Y lo digo porque aún el país se encuentra dividido en dos mitades confrontadas y discrepantes que tienen, de lado y lado, mucho que perdonarse. Y me ha preocupado mucho el encontrar, en varios grupos de opinión y redes sociales, un rechazo agresivo, casi inquisitivo, a los que se perfilan ya como opositores al nuevo gobierno. Personas excluidas de grupos de opinión, reclamos e innecesarias exigencias de explicaciones conforman un nuevo tipo de intolerancia, esta vez, de signo contrario.
Por eso es importante comprender que al desterrar el correísmo, desterramos también esa forma de hacer política represiva y autoritaria. Esa política de partido único y verdad inmutable que se dedicó a perseguir a quienes no pensaban como ellos. En efecto, ¿cuantos fueron los perseguidos? ¿Cuántos articulistas, escritores y blogueros tuvieron (tuvimos) que sentir la mano de hierro del régimen? Allá quedaron las historias del Crudo Ecuador, Jaime Guevara, Fernando Villavicencio, Cléver Jiménez, los autores de El Gran Hermano y del Cuentero de Carondelet, Emilio Palacio y diario El Universo, entre centenares de personas prohibidas y perseguidas por jueces sumisos o, peor aún, por la siniestra SECOM.
Y es esta historia, justamente, la que no podemos repetir, a riesgo de convertirnos en aquello que combatíamos pues, si bien la libertad es un valor fundamental la tolerancia también lo es. Así que habrá que dialogar con aquellos que le apostaron (y aún le apuestan) a la fallida revolución ciudadana. Dialogar y aceptar, tolerar e incluir. Apelar a la nobleza que manda aceptar el triunfo con humildad, permitir la dignidad en la derrota y no hacer, jamás, leña del árbol caído. Comprender que nadie tiene derecho a ejercer de censor sobre la opinión de otra persona. Además, es una batalla perdida de antemano, y no solo porque, en palabras de Coetzee: “el régimen del cual la censura era instrumento estaba condenado a derrumbarse, […] sino también porque, como colectivo, los escritores sobrevivirían a sus enemigos e incluso escribirían su epitafio…” (O)