La relación ciudad y tercera edad, persiste en el imaginario como imágenes de amables jubilados departiendo amenamente en las bancas del Parque Calderón, casi les conocíamos, San Blas o San Sebastián, creo, los únicos que ofrecían esta comodidad, las orillas quedaban muy lejos; de los abuelos tomando sol en el balcón, portón o alar de la casa; las abuelas con misal, rosario y velo visitando iglesias; después, en los asilos en donde atendí como estudiante; más recientemente, visitando seres queridos, en su nido de partida.
La ciudad creció más allá de los ejidos, ríos, valles y colinas, la población se incrementó superlativamente, la migración ya no es de campo a ciudad, es de ciudad a ciudad e internacional. Las perspectivas de salud y longevidad se han extendido; los registros de jubilación se acrecentaron como nunca y la pérdida de puestos de trabajo también. La tercera edad ya no está en las bancas de los parques; caminan, van al gimnasio, cafés, cines, patios de comida, pasean por las calles y muchos esperan en la plazoleta San Francisco también. A los problemas de salud y seguridad social, cubiertos en parte por los ministerios respectivos y el IESS, se suman otros como la desocupación y precariedad laboral que engrosan escenarios de pobreza; complicaciones de movilidad y transporte público más allá de líneas y tarifas; problemas de urbanización y barreras arquitectónicas; inactividad, soledad y abandono.
Arribamos al nuevo milenio con una población concentrada en las áreas urbanas y una pirámide poblacional casi invertida en la que, los grupos de la tercera edad, asumen un rol protagónico, situación que exige respuestas objetivas y solidarias en servicios urbanos, sanitarios, sociales y culturales, acompañamiento y recreación. (O)