¡La cereza del pastel!
¿Es en serio? ¿Acabo de escuchar lo que creo haber escuchado? ¿De verdad lo dijo? ¿Es un chiste? No cabe más que el silencio como censura, el silencio como respuesta, el silencio como reacción, no cabe más que la indignación ante la ofensa.
Así de repente, sin pensarlo ni merecerlo, escuchamos la mejor y más profunda reflexión presidencial jamás contada “ojalá yo también hubiera tenido un mejor pueblo”.
Y un mejor pueblo yace postergado por la voracidad de la historia en que se suceden voraces gobiernos estériles en ideas, estériles en propuestas, estériles en valores, estériles en la empática habilidad de entender, representar y servir, pero eficientes en la impresentable habilidad de confundir, traicionar y postergar…
Tras cuatro años de echar la culpa a la historia de la que heredó el trono, tras cuatro años de malgastar el verbo en intrascendentes momentos de fatuas conjeturas que llegaron al extremo de llamar emprendedor al indigente, tras cuatro años de poco, nada y ni siquiera eso, tras cuatro años de pensar que ya no queda nada más abismo debajo de nosotros, llega la magistral sentencia cual cereza que corona el pastel: “ojalá yo también hubiera tenido un mejor pueblo”.
Pero un mejor pueblo despierta y advierte a la historia que está en pie, determinado a tomar la rienda de su propio destino, un mejor pueblo le da la espalda al sabático episodio de la indolente pereza intelectual y en pie recibe en cautelosa tregua una nueva promesa.
Nosotros somos un mejor pueblo, un pueblo que puja, lucha, prospera y se repone al viento de toda calamidad y enfrenta la vida con la alegría de saberse digno de días mejores, un mejor pueblo que construye con determinación y compromiso una historia que merezca ser escrita, una historia que merezca ser contada. (O)