Este artículo no lo escribiré con mis palabras. Por el contrario, lo haré con retazos de frases que no son mías. Que pertenecen a un momento de magia, un par de noches atrás. Y empezaré por el final. Por el momento de los aplausos tras casi dos extraordinarias horas de mirar como un brillante, profundo e irreverente monólogo danzaba a intervalos con un piano tocado de manera prodigiosa. El momento final en el que una joven productora nos decía que el asistir a obra de teatro, en estos anestésicos días de encierro y monitores, es en sí mismo un acto de resistencia.
Pero antes de los aplausos había ocurrido ya algo extraordinario. “Novecento” se llama la obra de Alessandro Baricco que narra la vida de un pianista en el océano, magistralmente interpretada en el teatro Sucre de nuestra ciudad, fruto del trabajo combinado de varias instituciones como el Municipio de Cuenca, la Alianza Francesa y las representaciones diplomáticas de Italia y la Unión Europea. Una obra que nos dejó dicho que “… en los ojos gente puede verse lo que verán, no lo que han visto”. Que utiliza la metáfora del momento inexplicable en el que un cuadro se descuelga de la pared para reflexionar sobre ese momento en el que “… despiertas una mañana y ya no la amas. (…) ves un tren y piensas tengo que largarme de aquí (…) te miras al espejo y te das cuenta de que eres viejo”. Y termina diciéndonos que “… las teclas de un piano acaban. Hay ochenta y ocho. No son infinitas. Tú eres infinito…”.
Y debo insistir en lo vital de asistir a estos eventos. Porque un evento mantiene vivo el arte, y el arte mantiene viva a la cultura, y la cultura permite la sociedad. Por eso es importante. Porque nadie va al teatro porque sea necesario, ni tampoco porque sea rentable. Vamos al teatro porque somos miembros de la especie humana. Porque estamos construidos de momentos mágicos, y porque estos serán, al final de la jornada, lo único que podremos llevarnos cuando emprendamos, tal como el “Virginian”, nuestro propio descenso a la nada… (O)