La honestidad es uno de los valores que más se ha perdido en la sociedad. El deterioro de la honestidad se evidencia en la doble moral, la hipocresía, la falta de fidelidad a los principios, el encubrimiento de la verdad, la falta de sinceridad o el no concebir la crítica ni autocrítica en lo incorrecto.
La práctica de la honestidad es una elección personal y libre de conducirnos con rectitud, honradez, justicia, aunque, muchas veces, traiga consigo una pérdida o un sacrificio. En otras palabras, practicar la honestidad es hacer lo correcto, aunque nadie esté mirando.
Hablar de honestidad es vincular la existencia del ser humano con el tipo de hombre que se propone ser en el campo ético-moral. La honestidad es el núcleo de las relaciones humanas, es la clave de la solución a la mayor fuente de conflictos; implica ser sincero con uno mismo y con los demás.
La honestidad genuina está en el corazón de la persona y es la que produce un cambio significativo en el individuo y en la sociedad, ya que demuestra que sus pensamientos son coherentes con sus acciones.
Tenemos la responsabilidad moral de practicar los valores, desde un control consciente de la voluntad; obrar, partiendo de una conducta en la vida ciudadana, que oriente a la toma de decisiones positivas y a una verdadera práctica de servicio.
Lamentablemente, los referentes teóricos sobre educación en valores no serán suficientes si la práctica del valor de la honestidad no abarca los presupuestos históricos, culturales, contextuales y personales. Es decir, el individuo debe formarse en un modelo de desarrollo de práctica honesto, desde los núcleos familiares, extendiéndose a la convicción social de una práctica cotidiana de modos de actuación correctos, sin tener que llegar a métodos sancionadores ni punitivos. (O)