Tengo por costumbre caminar por las mañanas cuando el clima, veleidoso como el nuestro, me lo permite. Y prefiero hacerlo a la ribera de un río. No consigo definir con precisión la atracción que desde niña ejercen los ríos sobre mí. A veces parece mística, enigmática, otras, hechizante. Simplemente me envuelven y dulcemente me secuestran. Y, yo feliz, me dejo atrapar. Puedo pasar una hora sentada en la orilla observando el agua que no cesa de correr, escuchándola golpearse sin piedad contra las rocas y las piedras –como si de una autoflagelación se tratara, quizá, por negligencias incurridas en otras vidas- y contra las raíces de los árboles, como si su golpe mojado les forzara a despertar de su perenne letargo.
Para mí, no es cuestión de salir de casa o viajar para ver cualquier cuerpo de agua, pues no prefiero el mar a la montaña. Los ríos son más íntimos, más recónditos, más personales. Se instaura una suerte de diálogo telepático mientras me instalo al lado de alguno; se empapan con cada emoción mía y con mis más hondos y únicos deseos. No hay nada que escape a su corriente. La verde hierba, el verde musgo y los verdes y frondosos árboles cuyas ramas añejas, retorcidas y gruesas besan su superficie, me impulsan a soñar despierta en medio de ese suntuoso entorno. En esos sueños de ojos abiertos me traslado a otras épocas de las que, puntualmente, no recuerdo casi nada, pero de las que sí permanece una vaga y certera sensación de haber vivido en otros lugares, con otras gentes, en otros tiempos, en los cuales este sonido tan familiar me acompañaba. Y donde, invariablemente, me mantuve cerca de ríos serpenteantes que bajaban montañas, cruzaban ciudades y abrevaban campiñas. La vida, como los ríos, se mantiene en un constante cambio, como sus ondas, distintas, flotantes, distantes.
Al observarlos y escucharlos he aprendido que nada permanece igual, como sus aguas. Los contratiempos, los buenos momentos, hasta los dilemas más insufribles se diluyen en el agua de la vida. Todo se lava y se renueva. Cuando comprendamos esta realidad, viviremos libres de ansiedad, como bien lo expresó Anatole France: “Si exagerásemos nuestras alegrías, como hacemos con nuestras penas, nuestros problemas perderían importancia”.
Les invito a descubrir, cuando tengan tiempo, la magia oculta de los ríos. (O)