No me refiero a algunas sesiones de la asamblea nacional ni a las sabatinas del correato. Más del cincuenta por ciento de la población vive en centros urbanos dejando a una disminuida minoría el dulce despertar con el trinar de los pajarillos, el murmullo tranquilizante de los arroyuelos y el suave concierto del viento al acariciar las mieses, de la que tanto hablaron los poetas. Ronquido de motores, pitos desentonados, agresivas alarmas son parte del concierto matutino en las ciudades.
No pretendo discutir las ventajas y desventajas de la existencia urbana; si más del 50 de habitantes se apelmaza en estos centros, algunos halagos y ventajas habrá. El ruido del “progreso” es inevitable y los avances tecnológicos lo generan también hay tecnologías para mitigar la agresiva resonancia de los motores de explosión en homenaje a los oídos y quietud interior. Pero no faltan los que disfrutan de estos toscos bramidos y los provocan para su extraño deleite como algunos motociclistas que se deleitan con la mayor ruidosidad de sus automotores de dos ruedas.
Un colega profesor de un colegio ubicado en el mero centro, a la vez que excelente poeta, llamaba a estos atronadores hijos de…”trabajadora sexual” montados en ruido. El escritor Juan Valdano, en uno de sus cuentos, al describir el placer de uno de ellos escribió que se sentía el (perdón) la “flatulencia del mundo”. Indiscutibles las ventajas como medios de transporte en la ciudad, sobre todo en la “inmovilidad” de la pandemia, pero para evitar estos insultos agresivos es indispensable que las autoridades controlen los límites del ruido y eviten estos insultos sin palabras a los ciudadanos que algo de quietud buscamos. (O)