El 4 de julio de 1776 con la independencia de Estados Unidos y el 14 de julio de 1789 con la revolución francesa, se inician dos grandes transformaciones políticas.
En los Estados Unidos de Norteamérica se produjo el primer proceso independista en el nuevo mundo, décadas antes de que Haití inicie su independencia en 1791 y Bolivia- con el Grito de Chuquisaca-en mayo de 1809. El Ecuador seguirá- en cuarto, lugar- en agosto de 1809, aún cuando todavía en nombre del patriotismo se sigue diciendo que fue el primer grito de independencia en estas tierras “al otro lado de la mar Pacífica”. La independencia norteamericana creó la primera y más duradera democracia moderna, fundamentada en las nuevas ideas de la Ilustración y por lo tanto en la división de poderes para combatir el absolutismo, vieja tentación de déspotas y sanguijuelas de toda calaña y de todo tiempo.
La revolución francesa de julio de 1789 fue posterior a la norteamericana pero tuvo más influencia debido a la hegemonía que alcanzó Francia a inicios del siglo XIX con Napoleón y a la aureola romántica que se creó en torno de ese proceso revolucionario. La tesis de la igualdad de los seres humanos ante las leyes y la laicización del Estado son sus mejores aportes.
La historiografía dogmática del siglo XX intentó desconocer la importancia de esas dos grandes transformaciones y buscó posesionar la idea de que las únicas revoluciones eran las marxistas de Rusia y China. Después degeneró el concepto hasta el extremo de que hoy algunos siguen llamando revolución a las satrapías de la Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Maduro. O a Cuba, que de una revolución involucionó a una dictadura hereditaria. O, países como el nuestro en los que, según un ex presidente, se tiene la manía de llamar revolución a cualquier pendejada. (O)