«En cinco años todavía existirán periódicos impresos. Dentro de una década, no estoy seguro de que sigan existiendo como ahora los conocemos. Lo único seguro es que los diarios sobrevivirán en la medida en que los periodistas luchemos para que existan”.
La reflexión la hizo hace poquísimos años el periodista y empresario español José Luis Cebrián, alto y cuestionado ejecutivo del diario El País de Madrid, un monstruo mediático que no ha podido escapar de la doble crisis que viven los más importantes periódicos en el mundo: por un lado, los amenazan los graves problemas económicos y, por otro, la consistente pérdida de lectores y la expresión de nuevas tendencias, temas, voces y protagonistas.
El maremoto financiero arrasa con centenares de empresas periodísticas. Ni siquiera para The Ne York Times o El País ha funcionario la estrategia de obligar a los lectores a la suscripción digital para que puedan acceder a los contenidos. En Ecuador, pregunten lo mal que les está yendo a ciertos periódicos ecuatorianos con esas tácticas de mercadeo.
Los medios que pretendan tener la razón en que sus contenidos valen un pago por leerlos en internet tienen la obligación, primero, de ser extremadamente autocríticos y de saber que si no retoman el rumbo del periodismo ético, verificado y contrastado, tanto en lo informativo como en lo investigativo y en la redacción de crónicas e historias humanas, tan necesarias y tan vigentes en los tiempos que vivimos.
‘’Ponte en los zapatos de la gente’’, solía decir el maestro español Miguel Ángel Bastenier para indicarnos cuál es la clave para hacer periodismo de calidad. Mirar la realidad desde el otro lado, desde la que los medios no alcanzar a divisar y, peor, a contar.
Es necesario entender que la calentura no está en las sábanas, como dice el lugar común. En América Latina, y en nuestro país, mucho peor desde que apareció la pandemia del Covid-19, decenas de medios intentan sobrevivir optando por reducir la cantidad de páginas o el tamaño del periódico, bajar el número de empleados con masivos despidos inhumanos, cambiar su frecuencia diaria a semanal, quincenal o mensual, volver a modelos dominicales de los años 90, repensar sus estrategias de mercadeo y aspirar a que la crisis no dure demasiado.
“El enorme crecimiento de los diarios en el siglo pasado se debió a la capacidad de comunicar –dice el investigador mediático Víctor Contreras-. Hasta hace poco tiempo no había mejor manera para enterarse de la vida. Los periódicos eran la biblia de la democracia, pero sus lectores y sus agendas han venido envejeciendo sin entender los cambios de la historia ni entender cómo piensan sus nuevos públicos: ahora los jóvenes disfrutan su tiempo entre pantallas y teclados y los diarios van dejando de ser los espacios para el debate social y los únicos proveedores informativos”.
Los graves conflictos financieros, por tanto, son solo una parte del problema: la otra –más grave- es su incapacidad de reinvención y su débil y sinuosa relación con su público.
Internet está transformando la manera en que las personas se informan, se comunican, se enteran de los hechos, conocen lo que está de moda, acceden a ofertas de productos, hacen amigos, deliberan sobre los temas más diversos con entera libertad (y sin autocensuras), hacen sus propias agendas noticiosas.
¿Cuáles son las consecuencias de esta inevitable revolución digital para los diarios tradicionales?
El mundo asiste al despertar de un ciudadano crítico y muy enterado, que no pide más información (porque ya la tiene) sino mejor información: sobre todo, analítica e investigativa, que dice ya basta al acuerdo tácito entre editorialistas con el mismo discurso del siglo pasado, que dice ya basta a la falta de equilibrio y justicia para tratar los temas, que quiere una prensa cuyo rol social sea dar luces para que la sociedad tome decisiones, que no quiere una prensa que se crea capaz de controlar el mundo.
Con toda razón, en su libro El periodista y el asesino (considerado uno de los cien mejores libros del mundo en el siglo XX), la periodista estadounidense Janet Malcolm es brutal en su análisis: ‘’Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas y que se gana la confianza de estas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno’’.
Es necesario, por eso, poner en tela de juicio y entender los entresijos de la complicada relación entre los medios y el público, pero, sobre todo, entender por qué las audiencias se alejan. La misma Malcolm aduce que esto se debe a que hace falta en los medios una implacable autocrítica para tomar un rumbo honesto, limpio, consecuente con sus seguidores y sacando a la prensa del ámbito del negocio para que pueda volver a sus esencias, que son informar, educar y entretener.
En un reciente taller de periodismo, una preocupada reportera preguntaba cuáles son los derroteros del oficio. Otra consultó “qué deberíamos hacer para salvarnos”.
Muchos dueños de medios, que durante décadas (casi durante siglos) disfrutaron de las mieles de su cuarto poder, viven ahora esa angustia y no encuentran respuesta: creen que alguien les quitó la hegemonía y, por tanto, ellos no tienen la culpa por su estancamiento.
¿Mártires de las circunstancias y la coyuntura? No, víctimas de sí mismos, de sus agendas acomodadas a los intereses empresariales, financieros y políticos de los círculos cercanos al medio y de quienes manejan los poderes.
Para responder a la estudiante que nos formuló la pregunta de ‘’qué hacer para salvarnos’’, simplemente es entender que el único camino es que los medios deben y tienen que ser consecuentes con la esencia del oficio.
Para cumplir con sus valores éticos y morales, para producir información con calidad y profundidad, para lograr que los lectores vuelvan a sus páginas, la prensa nunca debería olvidar esta contundente reflexión del dramaturgo estadounidense Arthur Miller: “Un periódico es una sociedad hablándose a sí misma”. (O)