Jesús, apagando su perspectiva celestial, su dualidad de Dios y hombre, mientras oraba en el Huerto de los Olivos, asumió su humanidad con el concepto de vida y existencia inseparables de la muerte que presintió venir y sintió miedo, ese agnus que simboliza todas las congojas y pesadumbres, ese pavor de la nada que se abre desde las entrañas de la tierra con un sentimiento de soledad y tumba.
Y como los hijos que acuden al padre, suplica “Padre aparta de mí este cáliz”.
Traicionado por su discípulo, entregado a sus verdugos después de una noche de negación y burlas, de azotes y coronación de espinas, carga sobre su ser sagrado y puro la cruz de su pasión.
El martirio de la cruz es una oración de perdón a los enemigos, de esperanza a los arrepentidos, de amor a su madre, de su sed, de franqueza en el desamparo, su aceptación y final entrega.
Siete palabras que algunos escultores recogen para expresarlas en sus obras según la actitud física y emocional de Jesús llagado al pronunciarlas, captando la expresión de su mirada, de su rostro, su dolor y su reclamo. (O)