Perú acaba de estrenar nuevo mandatario: Pedro Castillo, otro “outsider” en el devenir político de este país, como, en su tiempo, lo fue Alberto Fujimori.
Su estrecho triunfo, en el que primó el voto de los marginales, pone fin –ojalá que así sea- a un prolongado periodo de inestabilidad política.
Cinco presidentes se han sucedido en pocos años. Todos ellos acusados por corrupción. Unos están presos. Otros, procesados.
A esa inestabilidad ha contribuido el Congreso, donde se encarna la disputa política cuyos actores son representantes de una cantidad de movimientos, muy de moda en los países de la región.
Ahora mismo, María del Carmen Alva, de centro derecha, dirigirá el Congreso. La mesa directiva la completan tres vicepresidentes de otras tiendas políticas con apoyo del fujimorismo.
Pedro Castillo quiere una nueva Constitución, propuesta que deberá pasar por el Congreso opositor. Hizo otros anuncios para plasmar su oferta de campaña electoral, y que son calificados como de populistas.
El flamante presidente, tanto a su país como a la comunidad internacional, las tranquilizó al aclarar que respetará la propiedad privada, las libertades, el estado de derecho; además de precisar que no es “chavista” ni comunista.
Empero, las acciones y decisiones que tome en el ejercicio del poder develarán cuán sinceras fueron tales precisiones; pues el sector privado y muchos peruanos temen el posible giro hacia el estatismo radical, que es la contravía a las políticas liberales que han primado en el país.
Más allá del simbolismo que le caracteriza, al presidente Castillo le esperan soluciones a problemas sociales gravísimos, producto de históricas inequidades; de creer, según cierta casta política, que un país está mejor en función de la macroeconomía, amén de los efectos letales por la pandemia y la corrupción.
Es de esperar que las relaciones de toda naturaleza entre Ecuador-Perú sigan por buen camino; y en esa medida fue alentador que el presidente Guillermo Lasso haya concurrido a la investidura de Pedro Castillo.