La Tierra -nuestro pequeño planeta- una mota de polvo en el universo, es parte de una mínima constelación situada en un ramal externo de la Vía Láctea, la galaxia a la que pertenece. Es, sin embargo, un lugar en el que se dio cita el esplendoroso milagro de la vida. Cada 21 de marzo, por citar un hecho imponente -en los países en que las 4 estaciones son inalterables- hay precisamente en esa fecha una explosión del color, del aroma y de la belleza: es el día de inicio de la primavera, cuyo desbocado frenesí de pétalos, suele cerrarse por el ágil y misterioso vuelo de las aves. En uno de sus días, una vez sorprendí a un venado dar un salto majestuoso que daba la idea de que pretendía integrar nuestra finitud con la parpadeante música de las esferas.
Empero, su milagrosa presencia estaría por llegar al temible punto “del no regreso”. En una suerte de S.O.S., en la reciente Cumbre Planetaria sobre el clima, los líderes de los principales países han coincidido en sostener este desconsolador augurio: “La guerra de la humanidad contra el planeta, ha provocado su contraataque. Si no se aplican medidas inaplazables, el fin será inevitable”. Su responsable: el ser humano.
En abismal diferencia, en el reino animal, el santo respeto a la vida es su mandamiento mayor. Jamás provocan guerras entre sí. Así las cosas, venerarla es exigencia suprema, porque significa respetarnos y respetar el orden natural y la titilante armonía del Gran Todo. Entonces, por doloroso que sea, debemos admitir que sin nosotros -los mayores depredadores- la vida florecería en toda su esplendidez. Es hora de recuperar la humildad que nos hermane con las luciérnagas cuando iluminan las noches más oscuras, sin olvidar que nuestro planeta, donde una vez se dio cita la vida, es una delicada mota de polvo que aún gira en el universo cósmico. (O)