Eliécer Cárdenas, el narrador sin tregua

Por Carlos Vásconez

La tarde estaba tibia. Era Cuenca y era un día normal. Amenazaba que llovería y que de pronto el sol nos obligaría a anhelar un buen vaso de agua de (¿dónde más?) la llave. Yo cruzaba la ciudad sin ninguna prisa y descubrí que había alguien que lo hacía incluso menos apurado que yo. A esas velocidades, la gente se reconoce, se nota que hay una sombra que marcha a un ritmo diferente de las otras. Quizá sea algo parecido a un sentimiento identitario o, quizá, de conmiseración con el otro porque lo entiende de antemano. No me costó trabajo descubrir que su silueta me era familiar. A él tampoco le costó mayor esfuerzo. Me saludó de lejos con la mano en alto. De a poco fue bajando el brazo y aligerando el paso hasta extender su mano en dirección a la mía. Tenía una mirada risueña, de deber cumplido. He visto esos ojos en otras personas, pensé, sobre todo cuando acaban de leer un “monumento”, el Ulises, En busca del tiempo perdido, Guerra y paz. Algo así

Hola, Eliécer.

Respondió mi saludo con su cortesía habitual. Solo las personas así de corteses entienden que la dicha del prójimo se agranda con la dicha propia. Su sonrisa estaba en esos ojos. Me pregunté qué le alegraba de tal manera. Sin preámbulo, satisfizo mis dudas:
—He salido en busca de lo que pensé que ya no había.

Como todo escritor que se precie, pensé. ¿Qué sería aquello? ¿La paz del mundo, la equidad social, mi habilidad para bailar?

Continuó al distinguir mi duda:

—¡Cintas! —exclamó exultante y extrajo del bolsillo de su saco una funda con tres cintas de máquina de escribir. Era como ver a un mago que extrae de la nada de su chistera algo similar al futuro.

Yo tampoco lo creía. No sabía que algo así de evidente podía estar en peligro de extinción. Evidente para mí y los de mi generación, por supuesto. Yo aprendí a tipear en máquina de escribir, pero hará veinte años que no usaba una. Lo vi a él de soslayo, con su felicidad inquebrantable, y me despedí para no interrumpir su dicha, es decir, lo que estaba a punto de crear, lo que venía creando desde el momento en que encontró aquellas cintas y ya visualizaba lo que escribiría merced a ese prodigio. Lo felicité, anticipándome al libro que un día yo leería y que tenía comprimido en esa bolsita de plástico. Lo suyo era el gozo del instante previo, era la satisfacción del plan que empezaba a dar resultados en su cabeza, en sus manos, en su ser, aunque este estuviera todavía en sus vísperas. Al doblar la esquina, al saber que de ninguna manera podría verme, mascullé un “gracias”, del mismo modo que lo dije en clave de suspiros cuando leía Polvo y ceniza, El viaje de Padre Trinidad, Diario de un idólatra o Relatos del día libre.

En resumen, en su entusiasmo cabía yo, porque cabían las sorpresas y las piruetas que ahora podía explicarse de la búsqueda y el hallazgo de una herramienta para obrar milagros.

El 26 de septiembre de 2021, la palabra exacta era consternación. Cuando muere un escritor nos queda la impresión de que un temblor ha desolado los territorios que retrató, que inventó o en los que desarrolló una reingeniería meditada y exhaustiva. Y ni se diga lo que les sucede a sus personajes. Con él se han marchado todas esas voces y esa manera de ver el mundo que al leer fue la nuestra. Esa es la primera impresión. Con el tiempo sabemos que esas voces han adquirido ya un eco en todos los orificios nuestros que son los que se han llenado gracias a la práctica lectora. Cuando nos aferramos a un libro, esas hendiduras que todos tenemos y que son las que nos causan escalofríos, depresiones e impotencia se ven cubiertas por el conglomerado de las palabras precisas, de los caracteres adecuados, de la pleitesía estética. La partida de Eliécer Cárdenas me deja adivinar un porvenir lleno de él, de sus historias narradas con entusiasmo, a veces con vértigo, con su amor por la escritura y con la humildad de quien sabe que solo lo es quien no intenta serlo. El trabajo de este autor era resuelto, o más bien desenvuelto. Diría que no era de los que corregían, igual que Faulkner, se dejaba conducir por el viento. Quien escribe así, y ahora traigo a colación a Shakespeare, quien definitivamente no corregía, reparte su corazón a sus personajes, les da su aliento.

Como en la trama de uno de sus cuentos más destacados, una pareja no sabe cómo llenar las expectativas del otro y se subsume a los deseos ajenos, lo que en la ficción trae consecuencias negativas en la realidad es una de las formas de la dignidad y el valor. Eliécer Cárdenas Espinosa se caracterizó por ser un impulsor constante de las voces novísimas y de alentarlas para que no desfallezcan en esta tarea de sentir empatía y de crear aire, que es lo que hace todo afianzado o potencial escriba. Él presentó, a mis veinticinco años, mi primera novela, El violín de Ingres. Sus palabras generosas me conmovieron. Y para él yo siempre fui ese autor, el de esa novela que lo sorprendió. Como para muchos de nosotros él sigue siendo el autor de Polvo y ceniza, esa gran novela que nos sorprendió. Un mozalbete romántico y talentoso que ha empezado a devorarse el mundo.
No entendía a los que no gustaban del fútbol, pero tampoco -mucho menos- a quienes devolvían los libros prestados. En una velada pintoresca e inolvidable me confesó: “Mi aspecto se lo debo a Mark Twain. Y, como Mark Twain, solo respeto a quienes cambian de opinión”. Al cabo me dijo que el mundillo del fútbol era una basura confirmada y que tenía cuarenta y ocho horas para devolverle sus libros.

Su condición fue la del narrador puro. Lograba concretar una imagen del momento con palabras y a través de los ojos del héroe de sus historias. T. S. Eliot llamaba a esto “correlato objetivo”, cosa que Cárdenas conocía y manejaba a la perfección. Sus obras se dejan conducir por su capacidad lingüística y esta es la columna vertebral que les da sentido y atemporalidad. No siempre escribía los sentimientos de sus personajes, pero esto distaba mucho de ser una debilidad. En lugar de eso, pintó una serie de imágenes que nos ayudan a sentir esas emociones. Así logra fusionar lo que Lukács debatió (o dividió) entre “¿narrar o describir?”, lo que en el caso de nuestro autor es una señal de brillantez y profundidad: a veces sus novelas y cuentos nos dejan la impronta de que existe una distancia grande entre la historia narrada y su centro, pero nunca dejamos de sentir de forma constante la presencia del centro, eso que nos atrae gravitatoriamente.

Escribía sin aspavientos, sin rodeos y cuidadoso hasta el punto de saltarse, sin proponérselo sino porque la piel le era lenguaje, todo ripio, no sentía la urgencia del remiendo en vista de que, insisto, no sentía la agonía perpetua de la corrección. Quiero decir que escribía sin remilgos lingüísticos historias para (sí) ser leídas antes que criticadas.

Tenía la potencia escritural para hablar de los libros leídos como un todo mágico que genera otros libros. “¿Leyó Nieve de Pamuk?, ¿leyó los cuentos de Alice Munro?, ¿leyó Patria de Aramburu?, ¿no me diga que no ha leído El secuestro de Perec?” Frases que oí con los años y que no cambiaban de tono. Gracias a él lo comprendí: ¡Solo una persona desprendida comparte sus sueños!
De sus obras destaco además la “saga” de novelas breves de sus últimos años. Entre ellas Tres gaviotas en la piel, Las antiguas mañanas, El héroe del brazo inerte. Son una muestra de su novelística y del alto rango de creatividad que lo signaba. Historias en apariencia disímiles y que uno no tardaba en descubrir como fragmentos de una misma anécdota que Cárdenas sentía que sus manos y su voz debían contar, porque hay cosas que hay que desenredar de los dedos y la boca, como el amor. Tenían el ADN de nuestras conversaciones: una continuación de la anterior solo que en lugares distintos y enmarcadas por diferentes circunstancias; eso sí, planteadas con respeto, una elevada dosis de buen humor, sensibilidad de quien trae a la flor de la ceniza, empatía (lógica, para habitar su época y descubrirla ante los otros humanos perplejos) y una inteligencia destacadísima para saber a qué árbol arrimarse.

Se ha hablado mucho pero todavía no se dice nada sobre la textura literaria de Eliécer Cárdenas. Y solo se la entenderá cuando se comprenda que estamos ante un escritor con todas las letras que antes que nada ha sido un ser humano gentil. Es que él sabía, como Henry James, que hay solo tres cosas que importan en la vida: ser amable, ser amable y, por si acaso, ser amable. Su amabilidad no era una pose, era el tatuaje que llevaba impregnado en todo su cuerpo y sus alrededores y que tan solo la inconformidad de un mundo equívoco nos lo graba en el ser.

Su partida el pasado 26 de septiembre dimensiona su obra y es seguro que a partir de ahora se la colocará, junto a sus méritos humanos, entre lo más destacado de nuestra literatura.

A mí se me ocurre que ha sido raptado, como lo fue Stevenson, para que les cuente historias a alguien más. En uno de sus afamados artículos de opinión (que un buen día se compendiarán como la crónica de una sociedad en constante alteración e intento de mejoría, en la que él soñaba), Eliécer Cárdenas propone una conversación entre un mochilero, autoestopista soñador y siempre sonriente, y una verdulera al pie de la calle. Su diálogo, de tintes mesiánicos, termina con la posibilidad de que grupos insurgentes de la zona lo capturen.

—Si alguien me rapta, no será porque quiera borrarme sino porque me necesite a su lado. No soy quién para contradecir sus deseos.

Andrés Mazza

Periodista y fotógrafo. Escribe sobre cultura, educación, migración y astronomía.

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