Se menciona en repetidas ocasiones que las personas debemos ser resilientes, asumiendo que al coste que sea tenemos que superar los infortunios de la vida y adaptarnos a la adversidad; así mismo, nos “propician” a ganar confianza para desarrollar una serie de destrezas que nos permitan salir adelante frente a cualquier situación negativa. Personalmente considero que ninguna persona debe prever a manera defensiva dicha resiliencia y por qué no decirlo, predisponernos como blindaje simbólico a los malos tiempos; lástima que sea una realidad que en algún momento y con distinto nivel de carga emocional y otras asociadas, en alguna etapa de nuestras vidas, todos y todas tengamos que hacerlo.
Las personas debemos ser por naturaleza humana seres libres, capaces de desarrollar cada una de nuestras fortalezas de manera plena y satisfactoria, lo que implica que la resiliencia no debería ser un elemento entendido como connatural impuesto imperceptiblemente por el dominio del entorno sino como una forma de brindar afecto y apoyo a un cuerpo social a fin de fortalecer el tejido social y así desarrollar la capacidad de relacionarse en armonía; sin embargo, esta repetitiva resiliencia no deja de ser un constante “tira y hala” entre la tolerancia per se y el optimismo desde la propia percepción.