El Halloween de este año, definitivamente, fue una celebración especial como no podía ser de otra manera en tiempos de pandemia. Mi ciudadela anocheció espectacular bajo un cielo gris y una permanente garúa amenazadora de lluvia; entre vehículos que llegan y salen rebosantes de feriantes, enceres y comparsas; decorados los portones, ventanas y árboles; disfrazados los niños y decorados sus rostros; todo, con los colores típicos del bosque en esta estación del año: el naranja y el negro, los ocres, rojos y amarillos que deshoja el otoño, matices típicos del Samhain Celta cuya modernidad es el Hallowen de nuestro tiempo.
Claro que los tiempos cambian detalles y contenidos de las celebraciones, enriqueciéndose u omitiendo muchos también, como resulta siempre en toda hibridación cultural y nosotros sí que lo hemos tenido, tenemos, seguimos en este proceso y lo vivimos, en el día a día, como parte de nuestra identidad; así, en nuestro Halloween como aromatizador se suelen utilizar incienso, palo santo y otras especies; a la manzanilla y valeriana un vino hervido o un chocolate espeso: y como apoteosis de la ofrenda una colada morada aromatizada de especias, hojas de naranja, arrayán y hierba luisa, servida con guaguas de pan en la gran mesa comunal dispuesta entre los álamos, jacarandas y arrayanes del parque, reemplazan o abundan a manzanas, almendras, pan de jengibre y calabaza (sopa de calabaza) propios del Halloween inicial. La celebración Celta se iniciaba el 30 de octubre y duraba tres días.
Originalmente esta celebración marca el principio del invierno y rescata la conexión espiritual con los antepasados, “celebrar la honorabilidad de los ancestros”; coincidir ritos funerarios y ritos agrícolas como la siembra, una tradición común en muchos pueblos de la antigüedad. La tradición cristiana, el Día de Todos los Santos celebra el primero de noviembre y el dos de noviembre el Día de los Difuntos. (O)