Vuelvo con un escrito de hace un quinquenio, en recuerdo a los que no tienen santoral de la fecha y a los muertos: ayer el Día de Todos los Santos, hoy de Difuntos. El mundo cristiano festeja a las criaturas que no tienen almanaque y también a los que se fueron para ser alimento de gusanos. Nada fue con ellos, y si ciertas prácticas primitivas enterraban con bienes y hasta con una compañera viva para compañía del difunto, las exhumaciones demuestran que de nada sirven.
Con este aserto y con motivo de las velas y flores con las que se intoxica a la necrópolis, es necesario recapacitar más que por los actos de la vida por los rituales de la muerte, sin que con esto se pretenda renegar la idea de trascendencia que debe inspirar a toda alma viviente.
Hace años en Kentucky (Estado del suroeste de EU, cuya capital es Frankfort) fue encontrada “¡muerta de hambre!”, Emma de Hard. Las autoridades ingresaron a su casa y encontraron en su armario diez millones de pesetas y una cuenta corriente con nueve millones. La señora vivió en la miseria para morir millonaria.
En mis estudios universitarios, cuando acudíamos al anfiteatro en busca de muertos sin reclamo para las prácticas de disección, nos encontramos con un pordiosero. Cuando comenzamos a despojar sus vestidos con sinnúmero de remiendos, por cada uno de ellos se deslizaba un billetito. El indigente había pedido caridad toda la vida para morir en un colchón de billetes.
Hace pocos años conocí el caso de un residente acaudalado que había ido de peregrinación a visitar a la Virgen con su esposa. A la invitación de ésta a una comida en el mercado, él se negó porque en casa se podía calentar maíz y arroz cocido días atrás. Segundos más tarde se accidentó y murió. Un familiar cercano, asistente a la autopsia, me contó horas después: –Doctor, lo que más me avergonzó es que al tío no le encontraron ni yerba en su mondongo.
Una de mayores estupideces de la humanidad es vivir como miserables y morir en la opulencia.
En el cuarto círculo del infierno está la dolorosa orilla que encierra en sí todo el mal del universo, a saber: la orilla donde están los avaros y los derrochadores, cuyas cabezas están condenadas a chocar entre sí, al compás de las olas, por toda la eternidad… (O)