De 4.821 libros embodegados en el sótano de la exescuela Central, 3.500
se destruyeron a causa de la inundación.
Dicho suceso no ocurrió en una ciudad o en pueblo confinado en algún
rincón olvidado del planeta. No. Sucedió en Cuenca, Patrimonio Cultural
de la Humanidad, conocida como la “Atenas de Ecuador”, y si bien este
bondadoso título se ha devaluado al vaivén de las interpretaciones, sí
en una urbe donde la cultura es parte de su vida diaria. Imprescindible,
digámoslo, pues es su carta de presentación ante el país y el mundo.
Como cada administración municipal asume su mandato creyendo redescubrir
todo o hasta de querer refundar la ciudad, las sucesivas se olvidaron de
la cultura, o la tomaron solo como un espacio burocrático para sus
partidarios.
Los libros debieron publicarse previo análisis de contenidos a cargo de
un Consejo Editorial, debidamente formado. Esto lo damos por
sobrentendido. Y si eso funciona, también debe haber planes de
distribución, como del fomento de la lectura en escuelas y colegios.
Metodologías para esto, las hay. Funcionan cuando existe interés; y se
toma a la cultura, no como un pasatiempo o para agrandar el ego, sino
como lo es: parte consustancial del ser humano.
Pero si tras la ceremonia de presentación, el autor se queda con su
parte y los demás se embodegan, como ha ocurrido y recién se dan cuenta,
es inentendible.
Embodegar el pensamiento, el esfuerzo de cada autor, los recursos
públicos, y dejar los libros a merced del agua, no puede ocurrir en
Cuenca. Pero ocurre.
Y ahora se enancan en las supuestas trabas y hasta en la pandemia para
justificar no haberlos distribuido. Esto es como echarle la culpa al
viento por el despeinado.
Cuenca debe compartir la pena y el enojo de los autores cuyos libros se
acabaron en el agua, como la de quien investigó el patrimonio lírico de
la ciudad de los últimos 200 años.
Pero el triste suceso pasa como desapercibido. Poner cruces sobre los
libros en el agua debe avergonzarnos. Cuenca no se merece eso.