Cada 25 de noviembre, con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, se repite la misma historia: una tara humana sin visos de solución y las temibles estadísticas.
Las múltiples manifestaciones de la violencia revelan cuan grave es el problema. Afectan a millones de mujeres en el mundo, sin importar edad, raza, religión, situación económica, social, ni estado civil.
La agresión física, hasta hace varios años era, aparentemente, la de mayor incidencia. En estos tiempos están catalogadas como tales, entre otras, las de tipo psicológica, laboral, económica, política, sexual, y ahora a través de las redes sociales.
Todas ellas condenables, reprochables, no dignas de ser cometidas por seres humanos imbuidos de racionalidad y de espiritualidad.
Las más, están tipificadas en los Códigos Penales de cada país, no tanto por la preocupación de los Estados, sino por la exigencia, lucha y denuncia de organizaciones sociales cuya acción es, precisamente, enfrentar al monstruo de la violencia contra la mujer, símbolo de vida, de amor, de trabajo -invisible casi siempre- y de constancia.
Pese a ese esfuerzo y al empoderamiento de una causa justa y noble, asumida por amplios sectores ciudadanos, el problema persiste.
Lo dicen las estadísticas: las de los feminicidios son espeluznantes. Azuay es parte de estas aberraciones; ni se diga las agresiones sexuales, incluso en el sistema educativo y en el núcleo familiar.
Decenas de niños se quedan sin sus madres asesinadas; en unos casos sin padres; pues estos son sentenciados penalmente; o se suicidan al no soportar el peso de su culpa y cobardía.
Los casos más denunciados en la Fiscalía son los de violencia intrafamiliar. Otros, a lo mejor los más, no llegan a estas instancias o son retirados; o ni siquiera se ponen en conocimiento de la autoridad. (O)