El sonido de una campana sujetada con una improvisada cuerda alerta la presencia de un visitante a las instalaciones de la Sociedad de No Videntes del Azuay (SONVA). Ricardo Morocho, pregunta ¿quién es? … y muy ágilmente se dirige a la puerta para abrirla, a pesar de su discapacidad visual.
Con una amplia sonrisa da la bienvenida para nuevamente ubicarse junto a un aro de baloncesto y a “Cholo”, un perrito negro mestizo que “pasó a ser la mascota de todos los cieguitos”, después de que su amo falleciera.
Este es su lugar favorito para recibir los primeros rayos de sol que le pegan de lleno en su amplia frente, barba y cabello blanco. Lo disfruta mucho, a pesar que a sus 57 años nunca ha podido ver una puesta de sol, sin embargo “nunca he renegado ante Dios”.
El hecho de haber nacido ciego le ha permitido desarrollar otros sentidos como el oído, a tal punto que escucha los pasos desde lejos.
Confiesa que le encanta conversar, pero muchas veces no tiene con quién hacerlo, lidiando casi siempre una batalla con su soledad.
Ricardo, junto con otros ocho compañeros reside en SONVA, cada uno en su propio cuarto de unos 5×5, aproximadamente. Ahí tiene su cama y una cocina en donde prepara sus alimentos.
Desde muy pequeño se vio obligado a cocinar para literalmente no morir de hambre. Con una precisión y orientación admirable agarra un fósforo, prende la hornilla y a hervir agua para preparar café se ha dicho.
Enseguida conecta la olla arrocera, pues el “arrocito”, su especialidad, nunca puede faltar en la mesa.
En su cuarto todo se encuentra en orden. Sabe de memoria en donde está cada una de sus pertenencias como un viejo televisor. Con un gran sentido del humor sostiene: “me gusta escuchar las noticias a color”. De lunes a sábado se levanta a las 05:00. Solamente los domingos se le pega las sábanas. Después de asearse eleva sus oraciones a Dios. Es muy creyente.
“Soy católico, apostólico y romántico”, sostiene entre risas. Romántico porque asegura haberse enamorado varias veces. “El amor es ciego”, añade con cierta picardía. “En mi mente me imagino a las personas por su tono de voz y por la manera en la que me tratan”.
Posteriormente ayuda a barrer la casa que comparte con sus amigos, a quienes les considera su segunda familia. “Yo soy de la provincia de El Oro. Mi madre falleció en el 2006, me quedé solo con mis hermanos, pero es lo mismo que nada”.
Pasadas las 10:00 ya no tiene qué más hacer, pues no tiene trabajo desde hace varios meses. Él dice que ha demostrando ser una persona muy capaz, a tal punto que aprendió a tocar la batería, guitarra y piano en Quito a los nueve años.
El dolor de Ricardo no es únicamente espiritual sino también físico, pues tiene artritis; sus curvados dedos así lo delatan.
También sufre de colitis, pero nada le detiene, ni siquiera los choques con otras personas o postes que ha sufrido en las calles, en donde ha sentido la crueldad del ser humano, pues más allá de las barreras físicas están las barreras mentales. “Una vez una persona me dijo, usted siendo ciego debe quedarse en la casa y no salir nunca, y no es así porque nosotros tenemos nuestras necesidades como salir al mercado”.
No perdí solo la vista sino también mi hogar
A diferencia de Ricardo, Manuel Anguisaca perdió la vista cuando tenía 30 años (actualmente tiene 57), según dice, debido a una mala práctica médica, tras someterse a una cirugía de cataratas.
Sin embargo, es muy enfático en manifestar que no guarda rencor con nadie. “Desde ese momento la vida se volvió un martirio para mí. No perdí solo la vista sino también mi hogar”, recuerda mientras las lágrimas recorren sus mejillas.
A pesar de las circunstancias, su exesposa le visita espontáneamente al igual que sus dos hijos. “Me divorcié ante las leyes terrenales, pero no ante Dios”, manifiesta con la voz entrecortada.
Entre las imágenes que se quedaron grabadas en su mente y en su corazón cuando podía ver se encuentran los rostros de sus retoños. “Cuando me encontraban corrían a mis brazos y me decían: Papito, ya llegaste”. Esta carga de emociones tiene que aguantar Manuel en su día a día. Pero asegura que encontró consuelo y siente alivio cuando se reencontró con Dios, a través de un retiro espiritual.
“Fue un cambio abismal. De mi boca solo salían malas palabras, y no alabanzas para nuestro Salvador”.
Precisamente para alabar a Dios todos los días se levanta a las 04:00. “A esa hora escucho radio María. Luego rezo el Santo Rosario”. También se da tiempo para escuchar noticias, ya que le gusta estar actualizado, además de cocinar. Lo que mejor le sale son las “sopitas”.
Los martes se desplaza a la iglesia de San José para pedir ayuda de la gente. “Las personas me colaboran con cualquier cosita para pagar el arriendo, agua y luz”. Su optimismo y buena vibra que trasmite han servido para que consiga trabajo como lijador de madera, pero lamentablemente, duró unos pocos meses. “Trabajé en una empresa, creo que quebró porque yo entré ahí”, bromea Manuel que tiene diabetes desde hace 25 años.
Estas son algunas historias y vivencias que tienen las personas con discapacidad visual y su entorno, muchas veces “invisibilizadas” y ocultas entre cuatro paredes.
Un conserje altruista
A más de ser la encargada de las llaves, dar mantenimiento, vigilancia y limpieza al edificio de SONVA, Julia Ríofrío, de 49 años, realiza una labor altruista: ayudar a las personas con discapacidad visual.
Ella cumple esta función desde 1998, tiempo en el cual ha sembrado una fuerte amistad con todos los huéspedes. Su esposo, Vicente Quevedo, 53 años, es ciego. De ahí nace su generosidad. “Trato de comprenderles poniéndome en sus zapatos”, expresa.
Después de suspirar profundamente recuerda que su compañero de toda la vida, quien trabaja en la empresa municipal ETAPA EP repartiendo tickets en información al cliente, perdió la vista después de una operación de cataratas que se realizó hace 25 años. Reconoce que al inicio fue algo difícil acoplarse a su nueva vida. Dudó, flaqueó muchas veces, pero finalmente reflexionó con aquella promesa matrimonial de “amarle y respetarle hasta que la muerte nos separe”. (I)
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