Dice un poema de Remigio Romero y Cordero: “En las Noches Buenas de los niños pobres/ comienza el Calvario del Niño Jesús”. ¡Que grande y poética verdad!
Vengo de una familia de escasos recursos, y siempre, en el período navideño había una serie de sueños imposibles, de ilusiones rotas, ampliamente compartidas con los chicos de mi barrio, San Blas.
Creo que era un dolor de pobres. A propósito, recuerdo un cuento de Alfonso Cuesta y Cuesta, en que unos niños ponen un zapatito en la ventana, que, a veces recibía un regalito o, por lo menos una funda de galletas, cuando no amanecía vacío; y alguien roba su calzado.
Recuerdo que tuve 3 carritos de juguete. El primero obsequio del Sindicato de Choferes, al cual pertenecía papá; el segundo dado por uno de los tíos, un diminuto auto de cuerda, con una llave que se la guardaba celosamente, y el tercero un jeep japonés de fricción, que me mandó mi padre cuando trabajaba en la costa. Los dos primeros tuvieron mal fin. El último duró hasta que tuve unos 10 años y era orgullosamente exhibido en el parque, junto a patines, bicicletas y juguetes de lujo de uno que otro niño rico que vivía en el sector.
Evocaciones nostálgicas, pero más allá de los presentes, estaba el gran amor que nos profesaban mi madre y algunos miembros de la familia, manifestado en la ternura que nos prodigaban. Eso era más importante que toda realidad material.
Otro hecho inolvidable era el de los Nacimientos que componían dos vecinas.
Filita Ledesma, que poseía un Niño precioso, donado con los años al Museo de las Conceptas, pequeña obra maestra de escultura de la Escuela Quiteña. Ella usaba la enorme sala de su casa para realizar un derroche de arreglos, con todos los materiales imaginables, y era de una infinita bondad con sus pequeños visitantes boquiabiertos, a los que daba mínimas golosinas.
Y el de Zoila Paredes, con un Niño grande y artesanal y muchos desproporcionados juguetes, que, sin embargo, nos fascinaba.
Claro que el premio mayor era visitar, en el centro de Cuenca, el Belén del padre Miguel Cordero, en el que todo un mundo de figuras bellas y proporcionadas, alrededor del Niño, al que luego se llamó Viajero, nos deslumbraban. Era un milagro, que luego de la muerte del sacerdote, desapareció. (O)