Quienes no quieren vacunarse, proceden así por creencias. Y las creencias están por debajo de la ciencia. La ciencia médica nos enseña desde fines del siglo XVIII que las vacunas han salvado las vidas de millones de seres humanos. No hay que olvidar- por ejemplo- que la viruela traída por los españoles a América, mató más gente que las armas de los conquistadores.
La gente tiene derecho a creer en lo que le dé la gana. Creer que la Tierra es cuadrada o que el sistema solar tiene como centro a nuestro planeta. Pueden creer que las enfermedades son causadas por fuerzas sobrenaturales y por genios maléficos. O que los murciélagos provienen de los ratones. No hacen mal a nadie. Pero si creen que comerse a otra persona les trasmite la fuerza del que les sirvió de almuerzo o si, como los nazis, creen que hay razas superiores y hay que exterminar a las demás, son un peligro mortal.
La decisión tomada por el gobierno de declarar obligatoria la vacunación contra el COVID-19 se enfrenta- en parte- a argumentos legales débiles. Pero sobre todo a creencias.
El tema de fondo es que el interés común está por encima del particular. Si alguien no quiere vacunarse es difícil obligarle, pero debe asumir las consecuencias de su decisión. Y, una de ellas es la prohibición- por ejemplo- de estar en lugares públicos en donde puede contagiar a otras personas. El bien común- en este caso no ser contagiado con el virus- prima sobre el deseo y el interés individual de no vacunarse.
El debate en estos primeros momentos se ha centrado sólo en la parte legal de si puede o no puede el Estado hacer obligatoria la vacunación. Está bien ese, como todo debate. Pero lo fundamental no está allí. Está en educar y hacer que la gente reflexione en que sus creencias, no pueden estar en contra del derecho a la salud de todos, que en este caso es el derecho a la vida. (O)