En la celebración del Año Nuevo, como en muchas festividades comunitarias se repiten patrones culturales universales profundamente enraizados en el imaginario popular, como la costumbre de despedir el año que termina y recibir el nuevo año con una especial cena familiar, reminiscencia de una antigua creencia popular, -como festejamos la Noche Vieja será el Año Nuevo-. Si celebramos bien iniciaremos bien, simplificado: “Año nuevo, vida nueva”.
“Nada nuevo bajo el sol” y el Año Nuevo ya lo celebraban los romanos intercambiando regalos para olvidar agravios, odios y rencores; y lo hacían los celtas, con el ritual druida de ofrendar amuletos a sus fieles; celebraban las culturas andinas con rituales de reciprocidad divinos y humanos; pueblos ibéricas recibían al nuevo año sirviéndose una uva por cada campanada de las doce de la noche y un deseo; sentimientos que de alguna manera trascienden a nuestra cena familiar; las uvas, el abrazo, los saludos y congratulaciones para avivar amistades y fraternizar que es otra forma de olvidar rencores; ofrecer la paz, desear salud, prosperidad y felicidad. Y la vida continúa, y el propósito de “año nuevo, vida nueva”, queda en eso, en un enunciado suntuoso, tal vez un deseo o simplemente en un saludo a la bandera, al glamour y al marketing.
“Año nuevo, vida nueva”, debería ser como un llamado a la reflexión para, haciendo un inventario de lo bueno y lo malo vivido en el año que culmina, plantearnos qué es lo que queremos para el Nuevo Año en los diferentes aspectos de las cotidianidad social: políticos, económicos, educativos, salud, cultura, ambientales; preguntarnos, por ejemplo; qué pasa con la vialidad y la conectividad aérea cuando Cuenca apuesta por el turismo; qué pasa con los presupuestos de salud, educación, cultura; qué pasa con el IESS y la falta de medicamentos.” Año nuevo, vida nueva” debería ser, también, un llamado para asumir una posición crítica y solidaria con el destino de la ciudad.