A tres días de haber empezado el tercer año de pandemia abro mi computadora y me dispongo a escribir la primera columna de 2022, ¿cómo empiezo estas palabras si no estoy muy segura de qué es lo que quiero (o debo) decir?
Hasta el 2020 dábamos la bienvenida al 1 de enero con listas interminables de planes, promesas y buenos deseos para nosotros, para las personas queridas o hasta para las desconocidas, daba igual porque estábamos felices: el año viejo había muerto y nacían 365 días de potenciales alegrías y éxitos, atrás quedaban los balances entre todo lo que quisimos y no pudimos lograr. Borrón y cuenta nueva.
Han pasado dos años en los que nos ha acompañado una sensación generalizada de miedo e incertidumbre, y aunque ahora ya no corremos a desabastecer los supermercados tras cada alarma de recrudecimiento de la emergencia sanitaria, nuestras reacciones frente a esta crisis de la que no logramos salir nos afectan y han logrado dividirnos en tres tipos de personas: los desensibilizados por la sobreexposición que ya no sienten miedo del virus y quemaron sus mascarillas junto con el monigote en la nochevieja; los que anteponen más que nunca su individualidad y mientras estén bien que se joda el resto, y los que, como yo, empezamos el 2022 cansados, perplejos y preguntándonos cómo recuperar la alegría y esa herramienta humana tan maravillosa que es la prospección o imaginación del futuro. Ojalá pronto les pueda compartir una respuesta.