“…No asustarse, hermanito está besando a hermanita”, dijo el padre Crespi en el teatro salesiano cuando en una película con toques románticos un joven besó a una joven en la escena de una película que no se había cortado y se proyectaba un domingo con concurrencia de muchos niños. Con un título académico de alto nivel en botánica obtenido en la Universidad de Padua, este sacerdote salesiano, dejó su patria y vino a la nuestra como misionero en la región amazónica, si bien gran parte de su vida la pasó en Cuenca, hasta que falleció hace treinta años.
Apasionado por los niños pobres que se reunían en el oratorio festivo, su figura ágil, desgarbada con una legendaria barba larga y sotana raída, ponía todo su esfuerzo para darles acceso a recreaciones sanas que su condición económica no les ofrecía. Uno de sus propósitos para este fin fue la creación del teatro salesiano que los fines de semana proyectaba películas adecuadas a su edad. Su bienestar personal, como la entendía la sociedad burguesa, quedaba en último plano y su gran “salario” era la alegría de los niños pobres siguiendo el ejemplo del fundador de su orden: San Juan Bosco.
El respeto y veneración a su persona se expandió a adultos humildes que lo veneraban y veneran. Se ha iniciado el proceso de beatificación y la imagen que guardo de él es la de un santo que, más allá de las palabras, convertía su vida en una auténtica oración por los débiles según el principio cristiano “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. La santidad es una muy elevada distinción de la iglesia católica a quienes pusieron sus vidas con intensidad para el bienestar de los otros, en este caso de los débiles.
Más allá del proceso eclesiástico, su memoria en mi mente es la de haber conocido a un santo viviente. (O)