Alguien dijo que todos quisieran vivir mil años, pero siempre siendo jóvenes. También se oye decir, y en estos tiempos con más frecuencia: quisiera vivir hasta para valerme por mí mismo, como presintiendo el abandono.
En solo una semana han muerto: Gonzalo Panamá Cabrera (98), Melva Peláez (90), Teresa Ochoa (97) y Mercedes Mogrovejo Narváez (103). Entre estos cuatro longevos suman 388 años.
Tras de sí, quedan grandes historias de vida, de vidas vividas con trabajo, con honradez, con lo justo para el pan del día, sirviendo a los demás, cuidando de los suyos como ya lo quisieran las actuales generaciones, alimentados con los frutos de la madre tierra, con la fe en Dios, con el agua de manantiales, cobijados con los vientos del buen clima y de ese supremo estado de paz que brinda la tranquilidad, un tesoro que pocos pueblos lo tienen o lo tuvieron.
Los cuatro son parte de familias longevas. Don Gonzalo cerró la historia de sus hermanos Luis Aurelio (96), Carmen (100). A doña Mercedes aún le sobrevive su hermana Susana (99). Sus padres superaron los 100; igual sus parientes.
Los cuatro tuvieron sobre los ocho hijos cada uno. Y nada de quejarse; nada de acumular riquezas; nada que no sea velar por el bienestar de sus vástagos, comenzando por darles la educación aun con privaciones; nada de vanidades; nada de vanas ilusiones que no sea las de madrugar para ver el sol, conversar con los demás, para amasar el pan, llevar la comida para el esposo agricultor, arrimarse al faique, coser en la Singer, rezar, oír el cacareo de las gallinas, degustar el camote, la yuca, el maíz, los frejoles, el café, comer dulce, tomar la miel, contarse un “cacho”, leer el periódico, tomar “una punta”, esperar los carnavales, bendecir a los hijos, disfrutar de la luz de la luna, y dormir “a pierna suelta”.
Cada uno de los cuatro enterró a uno o dos de sus hijos. Los cuatro como que escogieron enero para morir juntos. Se fueron lúcidos, cuidados por sus hijos, nietos, bisnietos, tataranietos, en cuyos corazones tuvieron el mejor de los asilos para sus últimos días, cuando más se necesita de cariño, amor, del abrazo, del “buenos días”.
Los cuatro vivieron en una tierra también de la longevidad, aunque ya quedan pocos; y de los muchos que ahora son, pocos, a lo mejor, bordearán los 90, 95 y 100 años. Esa tierra es Santa Isabel, el corazón del Valle de Yunguilla, donde ahora acuden muchos a vivir; y los que se fueron, vuelven.
Los cuatro vivieron en paz, y en paz descansan eternamente. (O)