Cuando la pandemia por el Covid-19 amaina y cada vez es más certera la esperanza del retorno a la normalidad, si bien ya no en las mismas condiciones sociales, económicas y de salud, el mundo siente cómo la guerra se instala en Ucrania.
Ningún conflicto armado es extraño por más lejano donde ocurra. Tampoco importa raza, credo, filiación política e ideológica de quienes habitan en los territorios donde estallan los misiles, explotan las bombas, se disparan los fusiles y resoplan los tanques de guerra.
Rusia, donde disentir, protestar puede costar hasta el destierro; gobernado por un partido único, por un presidente entrenado, desde joven, en la tristemente célebre KGB, ha invadido Ucrania con todo su poderío militar.
El resto del mundo comienza a ver, casi en vivo y en directo, el horror de la guerra.
Propugnar, hasta hipócritamente el diálogo, si es posible con un misil bajo la mesa, como ha hecho Rusia, dista mucho cuando se quiere imponer, invadir, sojuzgar, someter.
Los intereses geopolíticos, los económicos, la disputa por los recursos naturales, por tener el control “del orden mundial”, por recuperar territorios, no justifican llegar a la guerra, desafiar a la paz, a las invocaciones por el entendimiento hechas desde todas las latitudes.
Las guerras son fratricidas. La población civil es la más afectada. Paga con sus vidas. Quedan los heridos, los huérfanos, los desplazados y, tras de sí, el manto de la destrucción.
Ahora mismo se siente la angustia de miles de ciudadanos de otros países, ecuatorianos entre ellos, pugnando, hasta con angustia, dejar Ucrania para ponerse a salvo.
Otros “efectos colaterales” son los económicos. Varios países comienzan a sentirlos, aunque otros, Ecuador, por ejemplo, se “benefician” por el alza del precio del barril de petróleo. Esto, humanamente, no debe “alegrarnos”.
Ojalá las gestiones de organismos como la ONU, el G7, y otros; las sanciones económicas a Rusia, resulten efectivas para frenar la irracionalidad de la guerra y se imponga la paz.