El palacio

En una comarca andina atravesada por cuatro ríos, poblada por parques, iglesias, árboles frondosos y adoquines, se alzó un palacio frente a la plaza central que, por obra y gracia de la casualidad, lo habitaban dos hermanos. Los llamaremos Pedro y Pablo -como los apóstoles- para no caer en confusiones. En realidad, sólo uno de ellos debía ocuparlo luego de haber triunfado, inesperadamente, en un torneo. A la semana de que el azar irrumpiera en sus vidas, Pedro, el menor, cariacontecido por la separación fraternal, rogó a su ñaño que corriera a acompañarle en el palacete lúgubre e inhóspito. Pesadillas malvadas lo torturaban, presagiándole lo que sucedería en los próximos cuatro años. A Pablo no le intimidó el ambiente palaciego y permaneció más tiempo del planeado. Es decir, se quedó de “colado”, usurpando sigilosamente, como una serpiente, el lugar de Pedro. Espetaba órdenes a los sirvientes y a los centinelas y dragones que troleaban desde el foso del palacio. Aunque los fosos eran característicos de los castillos, el hermano mayor construyó uno para alejar a los que osaran interponerse en sus planes maquiavélicos. Pablo manipulaba a Pedro y Pedro se dejaba manipular por Pablo. Felices los dos, dirían ustedes, pero esta historia no tuvo un final feliz.

Dominados por una ambición desmedida y haciendo caso omiso de sabios consejeros, malversaron los impuestos de sus súbditos. La gente los detestaba. Contaban los días para que se vayan. Pedro, creyendo que haciendo obras el último año de su reinado conservaría el trono, bacheó calles como loco, asfaltó otras con avidez, construyó un distribuidor de tráfico y empapeló agresivamente los muros con propaganda. Hasta en la sopa de letras de los comarcanos, se dibujaba su nombre. Sin embargo, no cumplió ninguna de las promesas hechas al asumir el trono. ¡Farsante!, le abucheaban cuando salía a la calle.

La relación entre Pedro y Pablo se deterioró a tal punto que los pasillos del palacio murmuraban el eco de la pelea mortal –tal cual la de los hermanos bíblicos- pero sin que interviniera, según la tradición, una quijada de burro. Al final, nadie supo quién se convirtió en Caín, y quién en Abel. Caras vemos, y peleas no sabemos. 

Pero lo que sí sabemos es que cuando se pierde la vergüenza, se pierde todo, y no queda nada digno de elogiar en el ser humano. En este caso, en Pedro y Pablo. (O)

CMV

Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social y Diplomado en Medio Impresos Experiencia como periodista y editora de suplementos. Es editora digital.

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