Lo dejaron salir, por increíble que parezca. Un criminal confeso, que, bajo la coartada de una enfermedad crónica, fue liberado a pesar de los innumerables crímenes que había cometido. Que es porque había cumplido la mitad de su condena, dijeron los siniestros abogados sin valores ni conciencia que, a sabiendas, lo defendían.
Y francamente a mí no me convence aquello de decir “presunto delincuente” para cubrirse las espaldas. ¡Porque éste, en particular, es culpable! Y aunque mil jueces corruptos lo declaren inocente, seguirá siendo culpable. Lo sé yo y lo sabemos todos. Culpable de haber protagonizado la peor dictadura que su país ha sufrido. Culpable de no sé cuántos delitos, entre los cuales están, como no, el lavado de dinero y el narcotráfico. Y claro, para que la farsa sea completa, la disposición del juez (cuya conciencia también tiene precio) mandaba evaluar periódicamente su salud, para determinar si puede volver a la prisión, cuando todos sabíamos, el mismo día que salió, que esto no sucederá jamás.
Sí, salió libre, para disfrutar de su impunidad entre los muchos millones que le arrebató a su pueblo. Libre, por indignante que resulte. Y el pueblo soberano, perdido entre los indicios de justicia y los atroces atropellos, nada pudo hacer para detenerlo, poque poco puede hacerse cuando la justicia tiene precio.
El barco se hunde. ¿Alguien más percibe el naufragio? La idea de la falsa justicia siempre me pareció una broma de mal gusto, y más en días como aquellos donde no queda más opción de contemplar impotentes las deserciones en las filas de la ética; la venta de la conciencia al mejor postor; la certeza de la formidable colisión; los crímenes de Estado; las amnesias obligatorias; las coartadas más abyectas; la corrupción como condición vital; la mentira exacta; el espejismo perfecto.
¿Sabe Usted quien es el preso liberado a costa de sacrificar para siempre la decencia y la justica? ¿Lo sabe verdad? ¡Pues claro! Hablamos de aquel fatídico febrero del 2017 cuando la justicia liberaba al infame dictador panameño Manuel Noriega a sus 82 años de edad. ¿Qué…? ¿Pensaba que hablábamos de alguien más? ¿En verdad? ¿De quién…? (O)