Cuenta San Agustín en uno de sus sermones qué durante la vigilia pascual, los paganos de su tiempo, llenos de inquietud, no dormían, ante la posibilidad de que esa noche ocurriera algo extraordinario y misterioso. Y que luego, por la mañana, se encontraban, con sorpresa, pues el rostro de los Cristianos aparecía radiante y transfigurado. ¡Solo una verdad muy alta, sólo una alegría verdadera, debían de pensar, puede iluminar así un rostro humano! Y es que aquellos cristianos llevaban en sus rostros, una especie de prueba, la evidencia de que Jesucristo había resucitado.
Las primeras comunidades cristianas eran visceralmente pascuales; hasta tal punto, que todo se vive y se interpreta a la luz de la Pascua. Con Jesús ha muerto lo antiguo, en su resurrección nace la existencia nueva; se trata de un paso de la muerte a la vida; de la noche al día; de la esclavitud a la libertad. Y esto no era una afirmación doctrinal sino una experiencia vital; para ellos entrar en la fe significa nada menos que pasar de un estado agónico a la plena vitalidad.
No cabe duda, que el peor servicio que podemos hacer a la causa de Jesucristo es revestir nuestra vida de luto, de tristeza; por el contrario el mejor servicio consiste en vestirla de pascua, de alegría y esperanza. ¡Y cuánta esperanza y luz necesitan nuestras familias, el país entero, frente al consumismo, la pérdida de valores, la soledad profunda del hombre de hoy, que no conoce el amor de Dios, que no se sabe dónde está la vida, que no sabe amar!
Este Domingo de Resurrección es la fiesta más importante para la Iglesia y es el corazón del año litúrgico. ¡Cristo triunfa sobre la muerte y con esto nos abre las puertas del Cielo, de una vida alegre y diferente! En la Eucaristía dominical recordamos de una manera especial esta gran alegría. Se enciende el cirio Pascual que representa la luz de Cristo Resucitado: camino, verdad y vida.
Los cristianos orientales, durante el tiempo de Pascua, archivan los saludos rutinarios y se abrazan mientras dicen: ¡Xristós anesti! y contestan: ¡Alethós anesti!, es decir: ¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Hermosa costumbre que centra la vida en el corazón de nuestra fe, la resurrección de Cristo que transforma nuestras vidas. (O)