Que el Gobierno va a invertir mucho más dinero en publicidad y propaganda, ha dicho el secretario de comunicación, Eduardo Bonilla, frente a directivos de más de 30 medios impresos, radiales, televisivos y digitales.
Lo ha dicho así, sin rubor, en una reunión cuyos contenidos los difundió Plan V en un amplio y minucioso informe la semana pasada.
Y ha dicho también que uno de los problemas que tiene el régimen de Guillermo Lasso es que las buenas noticias (?) que se generan desde Carondelet solo se publican una vez, mientras que “ustedes saben cómo hacerlo muchas veces, las veces que sean necesarias”.
Si ligamos la primera idea con la segunda estamos hablando de un proyecto similar -en su concepción- al que tanto se le criticó al gobierno de Rafael Correa, quien derrochó millones de dólares en publicidad, propaganda y sabatinas porque tenía claro que la comunicación era el pilar fundamental de su relación con los ciudadanos y, también, que era necesario posicionar lo que él consideraba que eran sus enemigos mediante la la crítica mordaz, agresiva y amenazante contra medios y periodistas.
El lassismo podrá decir que no habrá ataques a la prensa en sus nuevos espacios, pero ya hemos visto ciertos exabruptos presidenciales y algunos gestos de intolerancia cuando se le ha preguntado al Presidente sobre temas que no le gustan hablar, además de que ha elegido los martes (¿por qué los martes?) como el espacio para expresarse frente a dos periodistas de distintos medios. La comparación ya es popular: si Correa hacía las sabatinas, Lasso hace las martesinas…
Sin embargo, el tema más complejo -y hasta diría grave- es la sugerencia de que con repetir decenas de veces cada día una noticia positiva (¿qué es noticia positiva, según el Gobierno?) cambiará la percepción ciudadana respecto a la gestión presidencial.
Y, mucho peor, es ofrecer más pauta publicitaria a los medios con la esperanza de que suavicen sus maneras de informar y se cuenten las cosas al público con cierta empatía hacia el régimen.
Si ese es el pensamiento que comparte el círculo cercano a Lasso en relación al trabajo de los medios de comunicación ecuatorianos es necesario precisar que existe un error conceptual de fondo.
No se trata de gastar más dinero en un país empobrecido y al cual se niega la inversión en salud pública, en educación, en empleo, en el seguimiento de proyectos de anteriores gobiernos aunque las ideologías sean un poco diferentes (digo “un poco” porque todo lo que está sucediendo ahora huele a un pacto secreto de Lasso con Correa que ya empezó a evidenciarse en la salida ilegal de la cárcel -vía habeas corpus- del dos veces sentenciado exvicepresidente Jorge Glas).
Primero, el Gobierno deberá explicar por qué deja sin empleo al personal médico de los hospitales públicos bajo el pretexto de que no hay presupuesto y, sin embargo, sí lo habrá para maquillar la imagen de Guillermo Lasso.
Segundo, deberá tener muy buenos argumentos para justificar la presunta inversión en pauta publicitaria en los medios mientras en el país campea la inseguridad en calles, barrios y ciudades y no se pone ni plata ni inteligencia para mejorar esta situación que mantiene en terrible indefensión a los ecuatorianos.
Tercero -para volver al tema central de esta columna- deberá entender que la comunicación gubernamental no solo es un asunto de dinero sino, sobre todo, de ideas.
Y, de lo que hemos visto hasta ahora, ese es justamente el vacío que sufre Carondelet.
Al fracaso del proyecto de los “influencers”, que nunca cuajó, se sumó de inmediato el mediocre papel que cumplió el “vocero” Carlos Jijón, quien con rostro de pocos amigos aparecía cada lunes para informar lo mismo que al siguiente día diría el Presidente. ¿Alguien puede explicar semejante estrategia? Yo no.
El fracaso de esas dos pésimas ideas terminó en la salida de Jijón, una salida casi silenciosa, pues era evidente que el círculo de Lasso nunca halló la manera de aprovechar la experiencia periodística y la simpatía ideológica del hoy renunciado.
Por eso hay que insistir en que comunicación gubernamental eficaz no siempre significa invertir dinero que podría derivarse a las necesidades urgentes de la población (¿no es más importante que los hospitales públicos cuenten con medicinas, vendas, jeringuillas y personal adecuado?). El punto es entender que sin buenas ideas y sin obra pública real y visible, de nada valdrá que todo el dinero que hoy ingresa al fisco por el alza mundial del petróleo se malgaste de forma irresponsable e inmadura.
Hace poco, en una entrevista en el espacio “Castigo divino”, el periodista Luis Eduardo Vivanco invitó al canciller Juan Carlos Holguín. El peor momento para Holguín fue cuando Vivanco le preguntó si podía mostrar alguna obra pública que haya hecho el gobierno de Lasso en estos ya casi doce meses de permanencia en el poder.
Holguín respondió que la vacunación masiva ha sido la mejor obra que ha hecho el régimen en su primer año, pero ante la insistencia de Vivanco acerca de que el funcionario mencione una obra física, solo una que haya hecho el régimen, no hubo respuesta.
¿Qué va a informar la secretaría de comunicación con un incremento notable de pauta publicitaria y mucho dinero de por medio, si no hay nada concreto, tangible, que pueda mostrar y comunicar a los ciudadanos?
Plan V señalaba con mucha agudeza que en aquella reunión rondaba por los pasillos el teórico Roberto Izurieta, residente en Washington y conocido asesor en comunicación pública desde la nefasta administración de Jamil Mahuad.
Si en Carondelet pulula gente como Izurieta, ¿no sería prudente que el círculo le pregunte cómo tratar a los periodistas y a los medios antes de que se realice la gran inversión anunciada por Bonilla y los ministros de Lasso?
David Randall, el gran periodista británico que escribió su inolvidable libro “El periodista universal”, nos recuerda que, “donde quiera que estén, los buenos periodistas siempre tratarán de cumplir el mismo objetivo: desarrollar un periodismo inteligente basado en los hechos, honesto en sus intenciones y en sus efectos, al servicio de la verdad discernible y de ninguna otra causa ni de ningún poder, y dicho con claridad para ponerlo al alcance de todo ciudadano”.
En ese contexto, Randall recomienda “examinar a fondo la actividad o la inactividad del gobierno, de los representantes elegidos por los ciudadanos y de quienes manejan los servicios públicos y, además, recuerda que el deber de un periodista honesto y ético es confortar a los débiles y atacar a los poderosos, porque los buenos periodistas prestan a la sociedad un mejor servicio que los funcionarios públicos ya que no le deben lealtad al Estado sino a los ciudadanos porque, al suministrar información, le dan poder al pueblo” (las negrillas son mías).
Mientras el círculo cercano a Lasso no tenga ideas y el Gobierno no cuente con obras para mostrar y servir a la sociedad, de nada servirá incrementar los presupuestos para publicidad y propaganda.
Seguramente lo que acabo de escribir no les gustará a ciertos propietarios y directores de medios que viven pendientes de las ganancias económicas y no de la información honesta. Pero, citando de nuevo a Randall, la relación entre el poder político y la prensa, en especial la de los periodistas y el gobierno, debe ser diáfana, clara y con las líneas rojas perfectamente marcadas. De lo contrario, aunque se inviertan (?) millones de dólares en pautas, la imagen gubernamental y presidencial seguirá cayendo.
David Randall lo dice de manera contundente: “Existe una forma de crear una periodismo ético y serio, una forma de evitar las amenazas de los enemigos de la libertad de expresión y de evadir a quienes intentan que los reporteros traicionen su responsabilidad”.
Esa forma no es la inversión estatal. Esa forma es la transparencia y el trabajo eficiente y honesto, tanto de quienes gobiernan como de quienes informan.