Este primero de mayo se celebra el Día Internacional del Trabajo. Como casi siempre, en condiciones de desigualdad y aprovechada por sectores políticos, laborales, gremiales y sociales para exigir reivindicaciones.
En cada país, el trabajo es una de las preocupaciones más sentidas por la gente y, acaso, la más ofrecida por quienes buscan llegar al poder.
Uno de los efectos letales de la pandemia ocurrió en el campo laboral. Lo sufrieron los países industrializados, ni se diga los menos o los casi nada desarrollados.
La informalidad, como nunca, ganó terreno. La desocupación y la subocupación alcanzaron altísimos índices.
La falta de oportunidades, los salarios, por bajos, no son compatibles con el alto coste de la vida, las pocas inversiones, generan problemas sociales de fondo, comenzando por la migración, el auge delictivo hasta masivas y violentas protestas ciudadanas.
Históricamente, en Ecuador la falta de trabajo es uno de los puntos más difíciles de resolver. Un país superendeudado, saqueado por mafias enquistadas en el poder, donde la seguridad jurídica es una bomba de tiempo, y ciertos grandes empresarios evaden impuestos; donde las grandes inversiones se resisten a llegar, son parte de un horizonte poco promisorio.
El gobierno de Guillermo Lasso no ha podido pasar su proyecto de reforma laboral. Su solo anuncio despertó reacciones en contra, y de su anunciada socialización nadie sabe nada.
Hay más de 6 millones de desocupados; un jurásico Código del Trabajo; dirigentes indispuestos a aceptar otras modalidades laborales, peor los cambios producto de la tecnología; ni se diga políticos populacheros cuyo mérito es oponerse a todo.
En esas y otras condiciones se celebra el Día del Trabajo. Será, como se ha dicho, una jornada da protesta contra del gobierno; pues confluirán diferentes sectores sociales descontentos. Entre ellos, el de la salud.
Ojalá la celebración no se empañe con violencia, tal como lo ha advertido la Policía Nacional. Reclamar, protestar, no son sinónimos de destrucción.