Una mezcla de azar, discreción y arbitrariedad del policía de turno define el destino inmediato de cientos de migrantes venezolanos que, a diario, intentan cruzar la frontera de Ecuador con Perú por un puente caótico, donde sigue muy presente la crisis de Venezuela y el tráfico humano hacia el sur no cesa.
La tensión se respira en el ambiente. Son cientos, en ocasiones miles, las personas que concurren en este punto a diario. La mayoría son venezolanos que, o bien acaban de ingresar a Perú, o hacen su última parada antes de abandonar el país andino rumbo a un destino para muchos desconocido.
No muy lejos, una treintena de migrantes descansa y se escuda bajo los techos de madera del sol inclemente. Uno de ellos hace sonar en un altavoz canciones infantiles que entona con sus dos hijos pequeños, mientras los tres mayores se remojan en un canal sucio a pocos pasos del terminal de autobuses.
Hace solo unas horas cruzaron el puente que conecta la peruana Aguas Verdes con la ciudad ecuatoriana de Huaquillas, que, desde mediados de febrero pasado y tras casi dos años cerrado por la pandemia, permite la entrada de ciudadanos de los dos países limítrofes.
No permite el paso a venezolanos, pero esta familia tuvo suerte y la Policía no los paró a pesar de ir cargados con tres bolsas grandes, un coche de bebé y dos perros, los atavíos con los que viajan desde hace tres años, cuando salieron de Venezuela.
«Nos quedamos un rato en Cali, un tiempo en Bogotá, en Medellín, hasta que decidimos venir a Ecuador. Allí nos quedamos como quince días y venimos hasta Perú porque estamos en busca de obtener un dinero más rápido, trabajando», cuenta a Efe Gladys Hurtado, la madre de familia.
Su idea era llegar a Lima, la ciudad que alberga la mayor comunidad de venezolanos fuera de su país, pero, en el transcurso del viaje, los hijos se enfermaron y su esposo cayó del remolque de un camión de carga, «se fracturó la pierna y ahora necesita una operación».
Por eso, al menos por unos días, se quedarán en las calles de la ciudad de Tumbes, la mayor de la zona, «vendiendo fundas, caramelos y chupetas».
«A ver qué nos espera aquí y, si no, nos tocará regresarnos», confiesa.
UN FLUJO PERSISTENTE
En Perú —que, luego de Colombia, es el segundo país que más venezolanos ha recibido (1,3 millones)—, «la migración venezolana colapsó en 2019», puntualiza a Efe el gerente regional de Desarrollo Social de Tumbes, Luís Alfonzo Cerna.
Aquel año, solo por el Centro Binacional de Atención Fronteriza (Cebaf) entraba un promedio diario de 3.000 ciudadanos del país petrolero. Hoy, según el Gobierno regional, lo hacen entre 55 y 75 personas de forma legal.
Pero estos números distan mucho de la realidad, pues para pasar por este punto de control fronterizo los migrantes necesitan pasaporte, visa humanitaria y esquema completo de vacunación contra la covid-19, unos requisitos que prácticamente nadie cumple.
Por eso, el puente que une Aguas Verdes con Huaquillas y los pasos clandestinos de su alrededor son, con creces, las estrategias más comunes para entrar o salir del país andino de forma irregular.
Y así, es imposible conocer con exactitud la cantidad de personas que siguen cruzando la frontera, un flujo sin duda menor al de hace tres años, pero que no cesa.
Sobre el terreno, las agencias internacionales hacen conteos estimados, pero las cifras que manejan difieren. Estiman que entre 300 y 1.600 personas cruzan la frontera cada día entre legales e ilegales.
Si en algo coinciden es que, de todos los desplazados que cruzan a diario esta frontera, aproximadamente un 60 % entra a Perú, mientras que el 40 % restante sale en dirección a Ecuador.
LOS QUE REGRESAN, PERO NO A CASA
Ese último es el caso de Jonathan Hurtado, quien reposa bajo un porche sombrío de la Plaza de Armas de Huaquillas junto a su esposa y sus dos hijos, de diez y ocho años, rodeados de mochilas, maletas, mantas y peluches.
Hace días que los cuatro duermen aquí, donde, según relata, llegaron «por trochas» y a merced de los coyotes que sostienen ese «negocio sucio» de los pases ilegales.
Vienen caminando desde Lima, una distancia de 1.290 kilómetros y no saben hacia dónde se dirigen, aunque, por ahora, regresar a Venezuela no es una opción, por lo que se debaten entre intentarlo en Ecuador o en Colombia.
Jonathan ya pasó varios meses en ambos países con su familia, que salió de su país natal en 2017 por «un problema político». Según dice, era chófer de un ministro hasta que lo despidieron «injustificadamente».
Regresar a Venezuela tampoco está en el radar de Gladys porque, pese a reconocer que se muere por volver, la mujer asevera que primero necesita «encontrar un trabajo donde pueda recoger algo de efectivo» mientras reza y espera que se cumpla su sueño lejano: que su país «se estabilice». EFE