No sé por dónde empezar. Sin embargo, debo hacerlo. De lo contrario, las emociones que me abruman terminarán sepultando las débiles fuerzas que aún siento que me quedan. Desde hace dos semanas mi cabeza da vueltas y vueltas, como si al hacerlo pudiera atisbar, aunque sea de lejos, tu sombra o tu silueta. El llanto se acumula en mi garganta como las aguas de una cascada represada, buscando una grieta por la cual escapar.
Aquel dolor del que había escuchado y que me parecía tan lejano, el cual creí que tardaría más años en golpear a mi ventana, lo conozco ahora. Lo palpo en la epidermis, en los huesos, en el alma. Intentando esquivar el oleaje mustio que me doblega, quiero que sepas cómo voy a evocarte siempre. Cuando huela las flores, recordaré el aroma de la hondonada de tu hombro que mi cabeza de niña buscaba para recostarse. También me acordaré de cómo me hacías dos trenzas, rematándolas con lazos blancos de encaje; o la cola de caballo, con el cabello bien templado. En una ocasión, cuando regresaba de la escuela y me esperabas en la parada de bus, te pintaste las uñas de rojo, lo cual detestabas, sólo por darme gusto. Y eso me hizo muy feliz. Así como me alegró el piano que compraste para que emule a los clásicos, entretanto tú escribías en tu cuaderno de “mil cosas por hacer” y me pedías que volviese a tocar las piezas que más te gustaban.
Recuerdo con inmensa gratitud la lección de oro que enseñaste a tus tres hijos: “Sean siempre agradecidos, en lo poco y en lo mucho”. Tus imperfecciones fueron mis finas maestras. Me moldearon en la persona que soy hoy. Nunca existirán madres perfectas. Sin embargo, tú fuiste la que necesité para aprender lo que sé ahora.
El postrer abrazo que nos dimos, condensó tantísimos años de insondable cariño. Agradezco su largura e intensidad, pues ya no podré abrazarte más; a no ser que emerjas en mis sueños. El árbol de hojas verdes y azules que bordaste cuando yo te habitaba, pende elegante sobre mi escritorio. Imposible olvidarte…
Sé que leerás estas palabras, como solías hacerlo, absorbiéndolas bajo tu piel etérea. Que estabas orgullosa de mí, me contabas. Y aunque pronunciaste aquel elogio con cierta dificultad, lo hiciste, y eso es lo que cuenta. ¡Qué no daría por escuchar tu voz una vez más! O darte un beso, o sostener tu mano cálida y venosa…
Porque como tú, mamá querida, no habrá ninguna. (O)