Los tres mil quinientos metros de altura, rosando el cielo, fatigaban como una argolla apretada al cuello. El frío mordía las carnes frenético y sin tregua. Las pliegas del terreno y los profundos despeñaderos del Pichincha, servían como enormes trincheras para los libertarios y pertrechos y caballos, bestias sobrantes de la conquista española que quedaron deambulando por los cerros, se juntaban en oquedades como si estuvieran buscando lumbre y tibieza. Cañones, fusiles, mosquetes y sables de afiladas hojas, dormitaban entre las manos temblorosas del grupo de patriotas. Miedo, si, el miedo caminaba entre todos esos espíritus hidalgos, porque el valiente es el que siente miedo, pero lo enrostra y enfrenta. La noche era de una profunda negrura. Nubes escarmenadas como copos de algodón y neblina densa capaz de ser cortada por un espada como un queso fresco, enceguecían a la tropa. Todos insomnes y mojados por el cierzo que traía gotas heladas que se pegaban a ropa y bigotes. Sentado en una roca plana que simulaba un trono, un hombre pálido, rígido, con sus labios violáceos y casi paralizados, de gran nariz aguileña que le daba un aspecto de mochuelo en busca de su presa; de patillas largas que se chorreaban casi a las comisuras; de uniforme y charreteras, cavilaba y con su bastón de mando, garabateaba el légamo del volcán, como planificando estrategias y posiciones de sus batallones. Silencio entre sus hombres y aullido de vientos y montañas, formaban un ambiente aterrador y sin embargo nadie lloraba. Algunos rezaban y un joven abrazaba una bandera recogida entre sus manos. Cuando apenas el sol se despertaba y su guedeja amarillenta pintaba el cerro, empezó un movimiento de soldados. Los caballos fueron albardados con unas rústicas angarillas de madera y ataron a unas mulas con rebuzne a los poquísimos cañones. Con la nariz del sol atisbando el horizonte, los clarines despertaron. El gran mariscal dio la orden y empezó el zafarrancho. La sangre empezó a bajar silenciosa entre pliegues y guijarros. Viva la libertad gritaban enloquecidos y de un salto apuntaban sus fusiles y sus sables se hundían en las carnes y los cuellos. Un joven de apenas pocos años, enarbolando la bandera como honda libertaria, cayó gravemente herido y sin embargo se negó a dejar el frente de batalla y en su postrer martirio su mortaja fue aquel libérrimo estandarte. La lucha duró una eternidad de pocas horas. El sol parecía sonreír. Las nubes se levantaron respetuosas y en medio de cuerpos desollados, flameó la libertad. Sucre había ganado en el Pichincha. (O)
CMV
Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social y Diplomado en Medio Impresos Experiencia como periodista y editora de suplementos. Es editora digital.
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