Tenemos alguien en el mundo a quien mirar, confiar, contar cosas que nos pasan día a día; todos, normalmente, sin embargo, hay personas que aparecen como si fuera de la nada y cuya vida es amargada por el sufrimiento y la nulidad de su origen fehaciente.
Una mañana de 1828 en Nüremberg, Alemania, los vecinos avisaron a la policía de la presencia de un muchacho que balbuceaba, babeaba y no se sostenía. Llevado a la comisaría, rechazaba casi con vómito todo alimento que le ofrecían menos agua y pan que consumía con avidez. Pese a tener aproximadamente 15 años las plantas de manos y pies aparentaban a las de un niño recién nacido, rosadas y sumamente suaves como si todavía no las hubiera usado.
Nadie lo conocía ni sabían su ascendencia, cómo llegó, de dónde, en qué… nada. Como si del aire se hubiera materializado. Una tarjeta en su mano decía que pertenecía a una familia de alcurnia pero que por inconsistencia económicas no podían mantenerlo más y rogaban que alguien se hiciera cargo de él. Un acaudalado lo hizo y en poco tiempo Kasapar Hauser (tal su nombre), aprendió de todo con gran inteligencia y en pocos meses dominó el idioma. Contó que en toda su vida no tuvo contacto con nadie, que le alimentaban con pan y agua, que ésta, cuando variaba de sabor, caía inconsciente y despertaba aseado, cambiado de vestimenta y cortado el pelo.
Alguien manifestó que Hauser no era de este mundo por que el muchacho detalló que la iluminación y temperatura dónde vivía no variaba, en un continente en el que las estaciones son profundamente marcadas y la luz artificial no tenía inicios.
Cinco años después de aparecer tan secretamente llegó a su casa apuñalado mortalmente en los pulmones e hígado –en el tercer intento por matarlo– y tras manifestar que un anónimo lo citó a un parque con el pretexto de contarle la verdad sobre su origen, falleció dos días después al balbucear: “Yo no lo hice”. Pero la policía no halló en el lugar del ataque otras huellas y sangre que las de él marcadas en la nieve. (O)