Pueblos rurales de Azuay y Cañar, otrora llenos de gente, de producción, de niños en las escuelas, de plazas donde semana a semana había un intenso comercio, se quedan vacíos.
El problema no es de ahora. Más bien se profundiza. Ese panorama, desolador para quienes los visitan, aun para los lugareños, suele encasillarse con el término “fantasma”, una comparación dura por cierto.
Un reportaje de El Mercurio muestra la realidad social de Turupamba, cantón Biblián, provincia del Cañar.
Apenas quedan en el centro parroquial entre 80 o 100 habitantes, la mayoría de avanza edad; pocos niños en la escuela, en tanto la soledad invade sus calles.
No es el único. Ni lo será. Muchas parroquias rurales de las dos provincias viven similar situación. El próximo Censo de Población podría reflejar con números exactos tan compleja realidad.
La causa principal todos los saben: la migración, por lo general hacia los Estados Unidos; también hacia las ciudades, a Cuenca en particular.
Pobreza, pocas o nulas oportunidades de trabajo, una agricultura sin mayores réditos, escasos servicios básicos, precariedad vial, deseos por reencontrarse con quienes se fueron, empujan a migrar.
La migración ilegal no se detiene. Durante la pandemia, aprovechando los pocos controles en la frontera entre México y los EE.UU. salieron familias enteras. Hablar con quienes aún permanecen lleva a esa conclusión.
Durante la Cumbre de las Américas, veinte países, Ecuador entre ellos, suscribieron la “Declaración de Los Ángeles sobre migración y protección”.
Se comprometieron a expandir las oportunidades de migrar legalmente para contener la llegada de indocumentados a la frontera de Estados Unidos; igual a las de Ecuador, Colombia o Costa Rica.
Tratarán, cada país receptor, de dar oportunidades de trabajo temporal, además de programas de reunificación familiar y la regularización de migrantes.
¿Frenará esto la ola migratoria desde los pueblos de Azuay y Cañar, donde migrar es ya un proyecto de vida?