La política ecuatoriana se ha convertido en un pantanal, donde todos se devoran, donde ya nadie esconde las traiciones. Unos, agazapados, esperan el momento oportuno para escalar; otros van de frente pisoteando principios -si los tienen-, aplastando amigos y coidearios y, como si no fuera suficiente, llevándose los últimos huesos que le quedan al país.
Ecuador es una olla de presión, atizada con el fuego de embusteros, extremistas, incendiarios, resentidos, caballos de batalla, de tontos útiles; también de tontos inútiles, que pudiendo impedir que explote prefieren la cojudez.
Políticos taimados, otros arrimados, unos cuantos, billetados; otros, tránsfugas, ignorantes, aún en calcetines como para entender lo que vale pensar, son parte de un país sin horizonte, sin brújula, sin destino.
Ecuador está acorralado en sus cuatro puntos cardinales por gentuzas tiradas a políticos, a dirigentes, a líderes, a revolucionarios sin haber evolucionado a sí mismos; por un segmento que pide respeto a la protesta, pero se niega a condenar la violencia; que habla de democracia pero se muerde la lengua para no denunciar y salir a defenderla; que pregona la paz, pero pone los pies en polvorosa cuando ve venir la honda, la piedra, cuando no la bala; que exige tolerancia, pero tolera el vejamen de unos cuantos granujas.
¿Saben qué? Ecuador –duele decirlo- es un trapo cuyos despojos se disputan políticos que, cuando gobernaron, acanallaron, robaron a diestra y siniestra creyendo que no dejaron rastro, enlodaron hasta el cuello a quienes ahora quieren aprovecharlos para volver al zafarrancho.
En esa disputa no están solo ellos. También están los políticos mezquinos, los que no saben si son de derecha, centro derecha, izquierda, centro izquierda, extrema izquierda; peor esas almas en pena o diablillos expulsados del infierno, como son los independientes.
Ni se diga los giles que se hacen de la vista gorda cuando el país está a punto de estallar, creyendo que este papel de avestruz les servirá en las urnas, donde se pone a prueba la ignorancia y la desmemoria del pueblo.
El país es una cancha donde cunde el despelote, en la que unos jugadores, creyendo que les robaron apuestas y el partido, amenazan con quemar el césped, los arcos, los camerinos, apagar las luces, botar la comida que se preparó en el bar, echar a piedras al heladero que recorre los graderíos, ni se diga a los hinchas impávidos, y, hasta de sacarle tarjeta roja al árbitro cuando no de quemarle vivo.
P.D. ¿Hay excepciones? Por su puesto (O)