Así tituló ayer en su portada este diario para sintetizar las consecuencias de las manifestaciones lideradas por la Conaie y secundadas por conspiradores ya identificados, ejércitos de vándalos, quien sabe si hasta por guerrilleros urbanos y más turbas, mezcladas entre quienes protestan por causas justas.
“Esto ya no es un paro, una manifestación”, coinciden en calificar la mayoría de ecuatorianos en sus coloquios o por medio de las redes sociales, al ver la destrucción de Quito, el atentado al contaminar con aceite quemado el agua potable en Ambato, el incendio a vehículos particulares, de la Policía, de una agencia bancaria; impedir el paso de las ambulancias, el abastecimiento de productos a los mercados de las ciudades, obligar a cerrar los comercios, portar lanzas y otras armas, la tozudez para no dialogar, más el telón de fondo: el cierre de las vías.
Circula el video de una entrevista hecha a indígenas de Cotopaxi. Allí, hombres y mujeres, con su acostumbrada sencillez, desfogan su verdad: salen obligados a las protestas, so pena de ser multados con diez dólares, y con veinte si se niegan ir a Quito.
Esa misma presión es ejercida por otras organizaciones, en los sectores rurales por lo general, cuyos miembros cuentan por cientos.
No está en tela de juicio el derecho a protestar. A veces, un gobierno democrático necesita la reacción de sus gobernados para, si es del caso, redireccionar sus políticas; escuchar y llegar a consensos por el bienestar colectivo.
Pero si la protesta es prostituida a propósito, como ocurre ahora, ya es otra cosa. Y merece ser rechazada, en tanto el Estado tiene la obligación de salvaguardar la paz, garantizar el trabajo y la vida de los demás, acudiendo a los mecanismos legales y constitucionales.
Es más, ciertas tiendas políticas, el correísmo, por ejemplo, se aprovechan para patrocinar el golpismo, la misma meta de quien dice liderar la campaña de violencia, pues no es protesta, sino eso: violencia.