Nadie se entiende. Unos entienden a medias; otros no, por conveniencia. A otros no les interesa entenderse.
Un día viene el alivio. La solución comienza a tomar forma. Los manifestantes, entre ellos los violentos, parecen replegarse. Hasta los dirigentes se apaciguan. Se acercan al diálogo.
El presidente de la República deroga el decreto de excepción. Horas después, esa misma dirigencia retoma el paro con más ínfulas.
El presidente anuncia la rebaja de 10 centavos de dólar al galón de la gasolina Extra y Eco, y del diesel. Es poco, responden los responsables del paro.
Sigue el bloqueo vial. La producción casi está en cero. Las pérdidas superan los 500 millones de dólares. En las ciudades no hay combustibles, gas de uso doméstico, los supermercados y pequeños abarrotes se quedan vacíos. Los pozos petroleros pueden cerrarse por completo. El turismo está varado.
Pero hay algo más grave aún. En ciertos puntos de las vías bloqueadas, los manifestantes perdieron buena parte de la razón: no permitieron el paso de vehículos con productos alimenticios, de aquellos que traen oxígeno medicinal, mientras los enfermos, a falta de este elemento, agonizan en clínicas y hospitales. ¿No les importa la vida de sus congéneres?
Como si tuvieran la prerrogativa sobre la vida de los demás, la dirigencia ruega a sus huestes permitan el paso de esos convoyes.
Pero no les hacen caso; o lo hacen a medias; pues cada organización sumada al paro responde por sus dirigidos; y es a este nivel donde aparentemente se toman decisiones, no siempre concordantes con las otras.
Además, como sucede en Azuay, en cada sector donde se cerraron las vías, sus protagonistas, a los ya famosos “10 puntos” han sumado sus propias demandas.
Azuay, Cuenca, siguen aisladas. Cunde el desespero, la impotencia. Quienes la tienen sitiada son parte de la Torre de Babel, no la similar a la bíblica, sino la levantada por quienes pretenden poner al país a sus rodillas a pretexto de demandas sociales, si bien justas en parte.