Con seguridad, el objetivo número uno de las protestas, cuya escalada de violencia llega a extremos reprochables, no se plasmó: la destitución del presidente Guillermo Lasso.
No se trata de defender a una persona en particular, a su proyecto político, pero sí a la democracia. Lasso fue elegido por la mayoría de los ecuatorianos. Y debe respetarse esa voluntad.
Si bien la Constitución prevé las causales para destituir a un presidente, en la coyuntura política actual, la invocada por el correísmo y el otrora su “enemigo”, al que, cuando gobierno, lo persiguió y vejó a sol y sombra, Pachakutik, era un plan quien sabe orquestado desde cuándo.
Lo acepten o no, esas fuerzas políticas, directa o indirectamente, son los promotores de la protesta encabezada por la Conaie, bajo cuyo paraguas se cobijan los violentos para sumir al país en el caos, con acciones calificadas de terroristas.
Si semejante panorama no encaja en la existencia de una crisis política y de conmoción interna, no hay otra figura para suplirla. Basado en esto el presidente decretó el estado de excepción.
Paradójicamente, los propulsores del paro apelaron a esa, como lo dijeron, “confesión de parte, relevo de prueba”, para querer destituirlo.
Esas dos fuerzas políticas no han condenado la violencia. Más bien empujaron todo en la Asamblea para coronar sus fines golpistas.
Vale destacar el rol del PSC e Izquierda Democrática. Pese a las diferencias con el Gobierno rescataron al país del foso de la inconstitucionalidad.
Los otros, al parecer no buscaban tanto la sucesión presidencial prevista en la Constitución, sino un tercero, dispuesto a aplicar sus intereses, como los de allanar el camino para el retorno de un expresidente, condenado por la Justicia por corrupto.
Ya firme Lasso en el poder, está llamado a dar un giro radical a su gestión, comenzado por retomar el diálogo, única forma de poner fin a esos 17 días de pérdidas y de terror.