Doña Piedad deja un legado en la gastronomía cuencana

En la familia de Piedad Segarra se podía afirmar dos cosas: que amaba el Carnaval y que amaba cocinar y compartir sus preparaciones. Desde el motepata hasta la fritada, pasando por la fanesca, eran algunos de los platos fuertes de una mujer que, en 1975, sin saber, estaba por cambiar la gastronomía cuencana.

En aquel año, en una tienda de abarrotes que levantó en la calle Juan Jaramillo, cuando el barrio era netamente residencial, María Piedad, mejor conocida como doña Piedad, empezó a vender unos sanduchitos de pernil. Si su comida era apetecida entre la familia, por qué no compartir con la Cuenca de antaño.

Al principio, doña Piedad dijo a sus hijos y a su esposo que era solo una prueba, que si se iba a poner a vender era para ver si salía, para saber si llegaba alguna cosita para aportar al desarrollo familiar como ya lo venía haciendo desde muy pequeñita. Porque esa era una de las otras características de la mujer: ímpetu para ayudar y para trabajar.

“Como nosotros jugamos afuera de la tienda, o nos reuníamos en las jorgas, mami hizo la prueba para vender en el barrio. Los primeros clientes éramos nosotros mismos, pero entonces la gente empezó a llegar”, recordó Fernando Figueroa, hijo de doña Piedad.

Sin esperarse, sin avizorar el futuro del resultado de su talento para cocinar, el pernil que ella preparó se convirtió en un manjar para los cuencanos.

Sin embargo, el trabajo no era fácil, según Miriam Figueroa, quien desde pequeñita acompañó a su madre en el emprendimiento que había surgido.

Al principio, a doña Piedad le costaba conseguir las piernas de chancho. Como todavía nadie la conocía, y siendo ella tan meticulosa para escoger la mejor carne, los vendedores no querían venderle la calidad que doña Piedad buscaba.

Pero el ímpetu también estaba allí: encontró lo que buscaba, y, una vez con ello, se volcaba a aliñar la carne para enviarla a los hornos.

“En un principio era bastante duro porque no teníamos donde hornear. Mi papá se ingenió para hacer un carrito. Y en ese carrito él llevaba adelante, nosotros sosteníamos para llevar al horno de leña, y luego regresábamos en la tarde”, dijo Miriam a diario El Mercurio.

Pero con el trabajo del día a día, después se hicieron su propio horno en donde ya no solo doña Piedad estaba, sino también su esposo, Luis Figueroa, que se convirtió en una pieza clave para ayudar en el negocio.

Una de las peculiaridades del emprendimiento de Doña Piedad y familia era que en los primeros 25 años nunca se colocó un letrero que lo identificara. El reconocimiento venía de boca en boca y de la dirección del local, que nunca se movió de la calle Juan Jaramillo.

Tampoco, hasta el 2012, el espacio había sido intervenido. Las personas que llegaron a visitar el local recordarán lo sencillo que era hasta hace una década: una mesita pegada a la pared, unos banquitos, y doña Piedad detrás de un mostrador con su tradicional sartén, en donde reposaba la carne.

En estos dos últimos años, si bien las ventas disminuyeron por la emergencia sanitaria, la clientela más fiel estuvo allí para comprar los sánduches y acompañarlo con el ají y el jugo de coco.

“Mi mamá sabía decir: `que el cliente que es tuyo, mijita, es tuyo. Va, prueba y regresa’”, dijo Miriam.

Luego de una trayectoria que fue reconocida sin saberlo ni esperarlo, doña Piedad falleció el 20 de julio, a sus 85 años. La familia esperaba cantarle el feliz cumpleaños este sábado, cuando doña Piedad iba a sumar 86 años, pero la vida terminó para ella.

No obstante, para la familia y para los cuencanos que la conocieron, el legado sigue intacto. Basta con ingresar al negocio, en donde su presencia seguirá allí a través de la comida que alimentó a miles de personas. (I)     

Andrés Mazza

Periodista y fotógrafo. Escribe sobre cultura, educación, migración y astronomía.

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