Desde el signo desgarrado del poema, con ansia de acometer en la esperanza, Rafael Soler (España, 1947) como buen caballero que cabalga en defensa de la cuidada grafía, persiste en la hondura de la exaltación escrita. Y lo forja con arrojo, sin prisas que perjudiquen el atributo versal. Tal como lo hizo desde el principio, con Los sitios interiores – Sonata urgente (Ediciones Rialp, 1980), con el cual fue finalista del premio Adonais. Un cántico de la quimérica infancia -mojada de lluvia-, entrelazado de ternura y manifiesto lúdico. El eje vertebrador es el amor en su amplia acepción. Y, con ello, la ruptura, el abandono y el olvido. Aquel amor de pareja, que se vuelve andamiaje insistente, aferrado a una tesitura experimental: “(Quizá con cien años más para perderlos/ con sal recordando mis heridas/ con viento sin excusas por la frente;/ quizá preñado el jardín de crisantemos/ y atentas las pupilas al sollozo/ y presta la voz para llamarlo;/ quizá de esa manera/ -con tiempo sobre el tiempo- / aprenda a decirte que te amo)”. Soler en una aproximación ambiciosa con el lenguaje pretende rezumar las carencias y virtudes de los habitantes y de “todas las músicas del mundo”. Y lo consigue con hábil precisión e innovación lingüística. En su peregrinaje se reencuentra con los oleajes del mar -que es un “pacto con los dioses”-, en el que navega entre el crisol de las ideas y la pesadumbre de sus aguas remotas, en una penetrante comunión con el verbo.
Tras cerca de tres décadas de pausa editorial, nuestro autor abre paso a su designio inspirado con Maneras de volver (Vitruvio, 2009), caudal expresivo en la cinematografía de los actos que suponen la vida. En sus páginas nuevamente -y tal vez con más ímpetu- el amor aflora y se perpetúa sin reservas. Los textos de este poemario otean en la humedad del beso, en el escote carmín y en la despedida de dos desconocidos tras la cena servida. La musicalidad se asume en el deleite lector. El sujeto lírico, “curtido el corazón en la intemperie”, va a la caza en conquista de aquellos ojos femeninos que rediman la bienaventuranza de la perfumada carne. Y hace reminiscencia de sus logros y fracasos. De la dicha y el desencanto. Anticipa su muerte en el vértigo retórico, legando “(…) a mis tres hijos la lluvia/ para que crucen indemnes el otoño/ y sus besos de agua/ repentinos/ limpien de tristeza la frente de los cuatro”. Hay un soplo místico dialogante con el ser omnipresente. La certeza de lo imposible, “el perdón quizá de los pecados y la vida eterna/ en todo caso”. (O)