El derecho a la libertad de expresión es un derecho esencialmente humano. Surge de las entrañas mismas de la intocable soberanía de la mente, y se manifiesta en su más elevada expresión: el pensamiento, es decir, el que proviene de ese irreductible fortín en el que nuestras opiniones son propias e independientes, porque nadie –así lo quisiera- puede intervenir en ellas. Cualquier atentado que se atreva a menoscabarlo, -como lo pretende la Asamblea Nacional con su proyecto de siniestras reformas a la Ley Orgánica de Comunicación, resultará inútil, porque nadie puede dejar de pensar. Sin embargo, la nefasta pretensión, apunta no solo a limitarla, sino a sancionar a los periodistas que se salgan de los cerrados márgenes que intenta imponer a rajatabla, como otras retardatarias reformas. El intríngulis radica en que, una vez aprobada, tendría repercusiones negativas por desorientadoras de la opinión pública, causando un cisma conceptual de nefastas consecuencias. Su pretensión -como en el caso del Archipiélago Gulag- tendría el siniestro objetivo de lograr un pensamiento controlado, falsificado y dócilmente uniforme.
La pluralidad de opiniones, en los países democráticos que, por tales, obviamente la consagran, tiene plena vigencia y va aparejada a su inseparable sombra, si podemos llamarla así: el libérrimo derecho de opinar. La presencia de órganos que la controlen, es demostración de la más funesta dictadura: porque su objetivo apunta a conculcar el pensamiento y a crear una insolente, y desafiante mafia de la desinformación.
Estamos seguros que la promocionada condición democrática del Presidente, proclamada por él mismo, se expresará en el veto total a las reformas propuestas, sin perjuicio, de que las envíe a donde deben estar: al tacho de basura. Evitar esa dictatorial fórmula en la medida en que pretende desnaturalizar los verdaderos objetivos que deben primar en la Ley Orgánica de Comunicación, esto es, difundir información veraz, verificada, oportuna, plural, contextualizada y sin censura previa, como medida que garantizaría la plenitud democrática de la libertad de expresión. Sin olvidar que, posiblemente, es el primer derecho humano. ¡A defenderlo señor Presidente! (O)