No soy analista política, ni pretendo serlo. La degradación en la que está sumida nuestra clase política me ha vacunado contra ello. Sin embargo, me es imposible mirar hacia otro lado e ignorar lo que sucede en el mundo y en el país. Es evidente que la impunidad gobierna al Ecuador y nosotros, bajo el sopor de la anestesia, la presenciamos.
La carga diaria con la que nos enfrentamos nos cierra los ojos y oídos para no ver ni escuchar la desvergüenza de nuestros gobernantes y políticos. Sin embargo, es perentorio arrancarnos la sonda de anestesia y darnos cuenta de que vivimos el síndrome de la sopa de rana, la que no se da cuenta de que la temperatura del agua sube hasta llegar al punto de la asfixia y ya no puede reaccionar. Estamos cada vez más divididos y nos cruzamos de brazos.
¿Cómo es posible que el 90 % de los actos violentos y corruptos queden impunes? Muchos asesinos, cabecillas indígenas y funcionarios deshonestos son absueltos a los pocos días de cometer crímenes, muertes y actos vandálicos. ¿Dónde están las autoridades que deben velar por la seguridad ciudadana, las que no deben descansar ni a sol ni a sombra hasta que la paz y seguridad habiten nuevamente el país?
Parece que el gobierno vive una realidad distinta a la del ciudadano de a pie que transpira temor e incertidumbre al salir todos los días de su casa. No podemos vivir con desasosiego. No merecemos que nos roben el derecho a vivir en paz. Como sociedad estamos irritados e indignados. Lo que más enfado provoca es la sensación de impotencia que sentimos ante la impunidad que llueve todos los días gotas amargas de ajenjo. Queramos o no, la falta de medicinas, los asuntos de justicia no resueltos con transparencia y la inoperancia e ignorancia de una Asamblea Nacional amoral y cínica, minan la energía colectiva y elevan la ira reprimida.
No nos permitamos acostumbrarnos a noticias crueles y escandalosas con las cuales apenas levantamos la ceja. Las palabras del empresario mexicano, Alejandro MartÍ, quien perdió a un hijo en mano de secuestradores pese a haber pagado el rescate, nos calzan con exactitud: “No aceptemos la violencia como una maldición irremediable, ni la incapacidad de quienes están obligados a darnos seguridad. Hemos tolerado cuotas de dolor y desamparo como si fuese un hecho irreversible”.
En nosotros está, el ya no dejarnos anestesiar. (O)