La delincuencia de todo calibre ronda por todo el país. Hay una sensación total de inseguridad, cuando no de pánico.
Nadie está seguro, ni siquiera dentro de sus viviendas, así sean parte de una urbanización, por lo general blindadas hasta con cercas eléctricas.
Tampoco se está a salvo en oficinas, negocios y comercios. Ni las iglesias se libran de los robos. Igual en las vías. También en las calles, parques, plazas, mercados, terminales terrestres y demás espacios públicos.
En motocicletas, a pie, en vehículos, mediante extorsiones llamando por teléfono para amedrentar; de día o de noche, bien vestidos o como sea; entre dos, cuatro, cinco o diez, los antisociales hacen de las suyas y hasta pasean su impunidad, así sea portando grilletes en sus tobillos.
¿Cómo así llegamos a tales extremos? ¿La descomposición social toca fondo? ¿Se siente el Estado incompetente para garantizar seguridad a sus ciudadanos? ¿La delincuencia internacional ha permeado la pacífica convivencia de la mayoría de ecuatorianos? ¿Estamos desubicados, desconcertados, hablando en distintos idiomas, como para no tomar acciones frente a un enemigo real, bien dotado de armamentos, de alevosía, hasta de derechos mientras timoratos jueces, en última instancia no los sentencien, para entonces saber quiénes son?
Cuenca ya es parte de ese sombrío panorama. Este fin de semana, dos hechos delictivos confirman los extremos, si así puede hablarse al referirse a la delincuencia.
En una ciudadela privada en Challubamba, diez ladrones la recorren con total desparpajo. Maniatan a una familia. Descubiertos, se produce un cruce de balas con uno de los dueños. Entonces huyen en sus vehículos y a pie.
En el convento de las Corredentoras, otro delincuente tuvo listo su “equipaje” con lo robado. Las religiosas lo enfrentaron y le entregaron a la Policía.
La ciudad no es tierra de nadie. La paz y el trabajo mal pueden ser socavadas por la delincuencia. Acciones, por favor acciones, sobre todo actitud, se reclama a las autoridades.