Si un miembro de la familia desaparece y no se vuelve a saber nada de él durante días, semanas, meses o años, es un constante sufrimiento, si bien alentado por la esperanza.
En el país son frecuentes las denuncias de personas cuyo rastro se perdió de la noche a la mañana. Salieron de sus casas, de sus trabajos, de la escuela, del colegio, de la universidad, o de otro lugar, pero no regresaron jamás.
Algunos son hallados por la Policía. Muchos con vida. Otros, muertos. En este caso, cuando menos la familia, en medio de dolor, sepulta sus restos mortales.
En otros casos no hay rastros. Las denuncias puestas en Fiscalía pasan a la Policía. Aquí se designa un agente para las investigaciones, cuyo informe demora meses en conocerse.
Si el desaparecido pertenece a una familia con dinero o es influyente, la investigación se profundiza, se movilizan todos los mecanismos y protocolos de búsqueda. El caso se mediatiza, acapara la atención nacional y, por consiguiente, se genera presión social, incluso ante el Gobierno.
Pero no siempre ocurre así. Y eso marca la diferencia. Mucho más, si alrededor de quien desaparece están elementos de la Policía o Fuerzas Armadas. Estas, de paso, resultan afectadas en lo institucional.
En 2021 se registran 360 personas desaparecidas; 392 de enero a septiembre en 2022. En Fiscalía, desde algunos años atrás reposan 42.953 denuncias, 67 % de las cuales pertenecen a mujeres. No se sabe si están vivas o muertas.
Pero sus familiares no se casan de reclamar al Estado por su poca o nula acción, si bien sus esfuerzos pasan desapercibidos en los medios de comunicación, excepto para revivirlos cuando ocurre un “caso sonado”.
En Cuenca, por ejemplo, la desaparición de Ivonne Cazar, ocurrida en marzo de 1996, es un misterio, como lo es el de otros tantos hombres y mujeres. El principal sospechoso, un oficial de la Policía en esa época, sigue impune.
Los desaparecidos no pueden desaparecer de la conciencia ciudadana para exigir sean encontrados, si es posible con vida.