Con Julio Montesinos Burbano somos estrictamente contemporáneos, ambos nacimos en 1947. Nuestros intereses y formaciones difieren totalmente, pero ello no ha impedido que llevemos una profunda y cordial amistad de medio siglo.
Conocí la obra del artista antes de conocerlo a él, en la oficina de uno de sus compañeros de trabajo: una pequeña pieza de un realismo tan sutil, que, en cierta medida parecía una fotografía en color. Poco a poco fui entrando en el universo mágico de sus producciones, y luego tuve la suerte de conocerlo.
En los primeros años, la obra de Montesinos estaba centrada en nuestro orbe cotidiano, paisaje familiar, plantas cercanas, lugares que de algún modo nos eran conocidos: muros, techos, enredaderas, parásitas, detalles arquitectónicos: el ladrillo, la teja, el adobe, el bahareque, el champeado, los empedrados, la madera en sus usos más diversos, raramente la baldosa y el hierro; pero, sobre todo, las estructuras humildes y añejas, que constituían sus magníficas composiciones, su preciosos cuadros, o que servían de marco a las imágenes que también eran parte de nuestro mundo.
Recuerdo que en una subasta había un hermoso y monumental retrato de mujer del pueblo, mayor, que sentada a la puerta de su tienda, esperaba o espiaba, apoyada en una tranca de tiritas, como había tantas, en otro tiempo. Del Museo del Banco Central me autorizaron a realizar ofertas hasta cierto límite, pero fui superado en la puja por un coleccionista particular. “¿Por qué tenías tanto empeño en llevarte el cuadro?” Me preguntó él, y le conté que me sentía frustrado, porque hubiese estado muy bien en la Colección del Museo, y al alcance de todo público. “En mi colección también”, dijo él, a modo de consuelo, aunque ambos sabíamos que no era así.
En ese tiempo, Julio preparaba, a medida que iba realizando la obra, su propio temple, con clara de huevo y tierras de colores. Era una técnica muy exigente, pues no se podía dejar de un día para el otro. Así que determinadas áreas de color tenían que ser resueltas en un tiempo determinado. ¡Qué bellas obras las de entonces! ¡Qué frescas, próximas, llenas de vida, ricas de singular cromatismo!
No que las que realizó luego en óleo o acrílico tuvieran menos calidad, pero ese frescor, esa vitalidad de las primeras, no se repetiría nunca. (O)