Terminada la 76 Asamblea General de la ONU algo quedará en común: el país ideal, el país imaginario, el país soñado por cada uno de los presidentes.
Ellos desfilan por el pódium como parte de un ritual establecido por Naciones Unidas. Tienen absoluta libertad para expresarse, para criticarse mutuamente, hasta para cuestionar al propio organismo.
Si parte de sus discursos se materializaran, a lo mejor diferente sería la suerte de millones de habitantes, en lo económico, en lo social, ni se diga en lo ambiental.
Pero una cosa son los discursos; otra, muy distinta, la realidad. Cada país tiene sus propios problemas. Cada gobernante tiene sus modos de interpretar esa realidad y de buscar soluciones de acuerdo a su ideología, si la tiene.
Allí, en ese salón de Naciones Unidas se evidencian las estrategias geopolíticas, los alineamientos al orden mundial imperante, como también las antípodas para echarlo abajo.
Sobre problemas graves como la migración irregular, la lucha antidrogas, los delitos transnacionales y la preservación del medio ambiente, hay visiones contrapuestas.
En torno a ellos, mucho se habla -a ratos incluso fuera de toda lógica- pero poco se hace, peor si se esquiva entender las reales causas.
Y tales problemas inciden en la vida de millones de habitantes. Se creería, entonces, en soluciones globales. Pero no es así. Así ha sido siempre. A lo mejor seguirá siéndolo.
Los discursos están llenos de buenas intenciones. De tratar de figurar. De aparentar ser un “antisistema”. Quienes lo sostienen, de seguir manteniendo la hegemonía.
Mientras la mayoría de gobernantes condena la invasión rusa a Ucrania, su impacto económico y hasta la amenaza a la paz mundial, los alineados a Moscú guardan silencio.
La deliberación sobre los problemas de cada país en la ONU está bien. Mejor sería si hubiera el compromiso global para, primero, entenderlos; luego para buscar soluciones, hasta para evitar potenciales explosiones sociales.