En estos últimos días, dos informaciones confirman el agravamiento de la crisis social del Ecuador: la inseguridad ciudadana, y la falta de alimentos para un amplísimo segmento de la población.
En el primer caso, la extrema violencia sume a Esmeraldas en un callejón sin salida. La misma Policía Nacional reconoce sus limitaciones ante poderosas bandas narcocriminales. Sus nexos con grupos similares de Colombia son incuestionables.
Si la principal institución del Estado encargada de garantizar la seguridad a los ecuatorianos, ni siquiera puede ingresar a la cárcel de esa ciudad es fácil deducir el abandono de la población civil.
La semana pasada, el país miró absorto cómo los locales comerciales cerraban sus puertas desde las 15h00 por temor a las balaceras entre miembros de bandas delictivas.
Según un jefe policial, no se trata de simples bandas sino de verdaderos carteles, cuyo armamento no se compara con el dotado por el Estado a la fuerza pública.
El Gobierno aún no ha reaccionado con la firmeza requerida; y para el ojo ciudadano se ha dejado rebasar por el crimen trasnacional, con don de mando no solo en Esmeraldas sino en otras ciudades del país.
En el caso de la “ciudad verde”, víctima de la corrupción de las diferentes autoridades seccionales, el Estado se olvidó desde quién sabe cuándo de amplios sectores sociales, empobrecidos, casi analfabetos, sin servicios básicos, ahora presas fáciles del narcotráfico.
En materia de seguridad, ¿estamos ya ante un “Estado fallido”?
Hay otra información crítica: después de Argentina y Perú, Ecuador es el de mayor prevalencia de inseguridad alimentaria, agravada por la pandemia, según un informe de la FAO.
El 36 % de los 18 millones de ecuatorianos tiene problemas para obtener alimentos nutritivos. En muchos casos ese tipo de inseguridad es severa: implica dejar de comer entre uno o más días. O, con suerte, ingerir “comida chatarra”.
Mientras no haya un proyecto de país, aquellos y otros problemas seguirán socavando los cimientos del Ecuador.